Por: Julieta Mellano*
Despegamos y yo casi ni había alcanzado, una vez más en tan pocas horas, a despedirme del verde y las nubes siempre presentes de Buenos Aires. Encontré unos asientos libres atrás de todo y me dispuse a mi lectura en aviones que es lo que más me gusta de volar. Y así se pasó el viaje, con las tandas para morder el sánguche y calcular las horas y cerrar los ojos. Cuando estábamos por aterrizar volvió a aparecer el altavoz, pero esta vez era una voz de tipo, como rudo, pero con sutilezas, hablando de que éste era un vuelo histórico y que por fin llegábamos a casa y que viva México, vivan las Fuerzas Armadas y empezó a tararear un cielito lindo que cantó todo el avión, menos yo que ya había cumplido con mi cuota de empatía y complicidad. Bajamos y me escondí de las cámaras y de los pedidos de mensajes que un camuflado con celular quería que diéramos apoyando al Estado y a la Fuerza Aérea por esta odisea. Una vez más tomarnos la fiebre y pasar por una especie de migración en situación de guerra: una silla de plástico y un señor que sólo sellaba los formularios sin ningún cuestionamiento. Esperar las valijas y salir a una parte del Aeropuerto que nunca había visto, y todos yendo como zombies a encontrarnos con quienes pudieran venirnos a buscar, sin todavía poder abrazarnos, besarnos, tocarnos.
Nos dimos un abrazo torpe con distancia: “es que no entiendo cómo hacer esto, o si la policía nos ve qué pasa y las cámaras”. No sabíamos bien qué hacer y sólo queríamos huir de esa escena aparatesca y robótica en la que nos habían sumergido.
Viajamos a donde vivimos en la mitad de tiempo que suele hacerse en día de semana cruzando gran parte de la monstruosa Ciudad de México. Como si fuese domingo a la mañana, pero era miércoles poco después de la hora pico. Yo obviamente no noté nada de eso porque venía volando todavía y pensando en todo eso que había pasado e intentando empezar a entender cómo sería mi segunda vida en cuarentena.
Llegamos a casa, la perra, el olor a tierra, el fresco de la noche. Mi compañero traía un preparado de alcohol que rociamos en las valijas y en toda la ropa que traíamos, que nos quitamos y dejamos afuera de la casa. Un operativo mucho más serio del que hacía todos los días que salía a comprar en Buenos Aires. Un poco exagerado, pero lo acepté. El protocolo terminó con un baño completo y una larga charla sobre la vida.
A la mañana siguiente inicié mi jornada -ahora renovada- de confinamiento. Me terminé de despedir de quienes no había podido hacerlo el día anterior y avisar que ya estaba en México. Esa misma noche no pude dormir del dolor de cabeza: debe ser el cansancio acumulado, el sol, la corrida de un lado al otro….un montón de opciones inofensivas. Cuando se hizo de día y decidí pararme de la cama, me di cuenta que además de la cabeza me dolía todo el cuerpo, y más tarde apareció la fiebre. Con todo eso, como quien no quiere la cosa y sin nombrar el miedo, decidimos llamar a médicos conocidos que están trabajando en hospitales: si sigue con fiebre, tiene que ir al hospital / que revise su respiración y la tos / que sólo tome paracetamol / que es probable porque viene de Argentina y el avión…
Y sin más, seguimos sus recomendaciones y yo solamente me entregué a pensar que el día siguiente iba a ser mejor. No lo fue, ni la fiebre bajó mucho y mi cansancio seguía, y no entendía si el agite que sentía era por la fiebre o eran mis pulmones, intentaba hacerme resonancias mentales todo el tiempo, calculando mis movimientos y encontrando síntomas por todo el cuerpo. La angustia era lo más difícil de controlar: no quería hablar con nadie, no quería nombrar lo que me pasaba por miedo a que se hiciera más real, no quería contagiar a nadie, no quería básicamente estar.
La culpa y el miedo eran los principales responsables de mi malestar: por haber viajado, por no saber qué hacer, por no poder controlar la enfermedad, por no poder ni siquiera disfrutar de estar en donde quería estar. Y mi vieja me llamaba, y junto al poder supersónico de madre, me preguntaba si de verdad estaba bien porque mi voz no lo demostraba (claro, me costaba hablar, me agitaba y además cuando yo me angustio soy un ser del mal).
Mi temperatura normal durante 5 días no bajó de 37.7, y yo andaba a puro gramo de paracetamol como dieta básica. Ahí volví al inicio de todo: al colchón en la sala, junto a mi santuario de emergencia, mi ropa tirada y la perra que era la única que se me acercaba, aunque tampoco tanto por el miedo de nuevo al contagio.
***
Durante esos días, me sentí como en esos cuentos de la peste bubónica: casas tachadas con cruces como si fuesen sitios prohibidos, gente arrastrándose en el camino, pueblos con miedo y sospecha del otrx. Tuve que salir al médico del pueblo dos veces, y aunque no pasara todo eso que mi mente imaginaba, yo percibía la mirada de la gente juzgándome por todo eso que yo sentía: por ser extranjera, por ser wera, por ser definitivamente de otro lugar y por consiguiente por ser culpable de un futuro de peste. Y el médico preguntándome si tengo tos, dándome un barbijo y pidiéndome que me ubique del otro lado del plástico. Yo era un bicho extraño (más extraño aún) y al que había que escaparle. “¿Y si me tenían que internar? ¿cómo le iba a explicar a mis viejos? ¿había pasado por toda esa experiencia sideral para viajar 8mil km y estar en mi casa y morir? Morir en la soledad y el silencio, qué mierda”.
Claro que compartirle estos sentimientos a mi concubino no era lo indicado, por lo tanto sólo lo hacía muy de vez en cuando, y como además no dormíamos juntos y yo poco podía hablar, nos reservábamos algunos momentos para ver alguna película (computadora y metro y medio de distancia) e intentar sonreír. Mientras tanto yo hablaba con una médica amiga que me atendía a la distancia y hasta llamé al teléfono del COVID. Coincidían que mientras no tuviera otro síntoma que la fiebre y no apareciera la tos famosa o algo más, mejor haga reposo y espere. Hospitales que ya comenzaban a ser focos de infección, test que escaseaban (1 cada 10 personas que asiste con síntomas leves), incertidumbre sobre el tratamiento que pudiesen darme como ambulatoria. Decidí hacerles caso y esperar.
Y yo que odio dejar en manos de “alguien más” o del destino las decisiones más importantes, pasaba buena parte del día -si no estaba durmiendo- pensando en los síntomas que podían aparecer, como haciendo fuerza o disimulando algún dolor. Me dirimía entre ya ser portadora del virus o sólo un malestar por todo lo que había pasado en el último tiempo (me enojaba conmigo misma en ese instante y pensaba: tan débil soy? tan pelotuda?). El dengue me parecía inofensivo frente a esto, a veces decíamos: “Puede ser dengue, sí”, como si ya ese virus del mosquito haya pasado a una categoría normal, algo que ojalá tuviese. Las noches eran el peor momento: dormía poco, sentía cosas extrañas como picazón en las palmas de las manos y las plantas de los pies, los pensamientos más fatalistas me consumían y no había respiración, meditación, canto de la tierra que pudiese calmarme.
Cual moribunda o adicta en recuperación pensaba: hoy pasó un día más, mañana va a ser mejor. Varias mañanas desmintieron el mantra, hasta que una fue mejor de verdad. Ya no había fiebre aunque empezaba un dolor de garganta insoportable. Caminaba más rato e intentaba descifrar si la respiración era común o me agitaba y cuánto. Y aunque el dolor de garganta no me dejara ni hablar (susurraba, más bien) la fiebre se había ido y con ella mi pesimismo absoluto. Así iba a ser mi segunda vida en cuarentena.
***
A los 10 días ya estaba casi bien. Me agarraban ganas de contarle a mis viejos lo que había pasado, pero me daba cuenta que quizás no se rieran como yo o sintieran esa alegría que tenía ahora por “estar viva”. Es que sólo se puede ser feliz por esa razón si se pasa por todo lo anterior, y yo quería que ellos pasaran por todos los sentimientos a la vez, muy rápido y que sólo se sintieran aliviados. Bueno, no iba a pasar, así que decidí hacer como si nada y reaparecer en los dispositivos y las redes y todo lo que me conecta con la otra parte de mi vida.
El pesimismo sobre nuestra situación social y la sensación de ser parte de una bisagra fundamental en la historia, no desapareció. Angustia por lo que estamos viviendo, más allá del bicho, de a lo que somos capaces de someternos, de lo que nos toca atravesar, del peso de la muerte y de contentarnos con tener una vida sujeta a decisiones de otros, a sistemas de acumulación para otros, a vida de otros, finalmente. Lo que sí tuve fue un reseteo de mí misma, de mis prioridades, de mis decisiones y su peso, de encontrarle la belleza a las cosas que parecen insignificantes y a sentirme, de cierta manera, parte de la enfermedad, parte del temor de todos. No sé si fue o no fue, espero averiguarlo cuando esto pase, pero lo bueno es que volví a mi cama y la sala ya no es un refugio, y puedo volver a leer y a caminar sin pensar cada paso, y hablar con quienes quiero como si no me estuviese despidiendo, y besar, abrazar, tocar sin miedo (por lo menos a mis concubinxs) y volver a ser dueña de mis decisiones y sus consecuencias.
Es la enfermedad del miedo, de que la suerte de mi vida esté en manos de la nada hasta el de tener contacto -incluso virtual- con otro ser vivo. Y pude sentir la culpa, la estigmatización, la rabia, la incertidumbre, la tristeza. Pensar que lo viene no va a ser la normalidad, que no me sale el optimismo del resurgimiento natural, que a lo que nos estamos acostumbrando es a una vida solitaria, aislada, restringida, militarizada, desconfiada, silenciada, virtualizada, controlada. Que el enemigo interno recargado sí parece invisible esta vez y está entre nosotros y tiene una eficacia tremenda y absoluta. Y creyendo que esto es un paréntesis, una pausa oscura, seguimos con nuestra actividad laboral y de todo tipo inventándonos desafíos, recetas y ejercicios que nos van a acercar cada vez más al final del túnel de esta pesadilla de calles vacías y libros quemados, y silencios en presencia y miradas perdidas que buscan respuestas.
Y las respuestas no aparecerán solas, y el final no llegará a pesar de los buenos deseos, porque estamos inmersos en un momento bisagra de la historia contemporánea y nosotrxs -queramos o no- somos responsables de dar vuelta el saldo de este quiebre temporal para no destruir lo poco que nos queda de humanidad. A ver si en la tercera vida en cuarentena se cumple.
*Julieta Mellano. Argentina en México, historiadora, feminista, militante popular. Sobrepsicoanalizada y siempre en busca de nuevos dilemas existenciales.
Instagram: @julimellano
**La imagen que acompaña este texto es de @lauambar
Nota editorial: esta fue la segunda entrega de La soledad de mí misma; la primera parte se publicó el 19 de mayo de 2020.
Aviso: El texto anterior es parte de las aportaciones de la Comunidad, bajo el tema Viviendo la pandemia: crónicas feministas en primera persona. La idea es dar libre voz a lxs lectorxs en este espacio. Por lo anterior, el equipo de Feminopraxis no edita los textos recibidos y no se hace responsable del contenido-estilo-forma de los mismos. Si tú también quieres colaborar con tus letras, haz clic aquí para obtener más detalles sobre los requisitos.