*Por Tatiana Romero
Son las nueve de la noche en un parque de una ciudad de la vieja europa. En esa ciudad no se puede consumir alcohol en las calles, aunque en televisión aparecen una y otra vez imágenes de los famosos “botellones” made in S-Pain. En el último tiempo, me refiero a la época post-covid, en esas imágenes la mayoría de las personas son blancas. La policía pasa, hace amago de reprimir y luego, haciéndose de la vista gorda, se retiran con la amenaza de volver en caso de que no se cumplan las medidas de seguridad post-pandémicas o los vecinos se quejen del ruido, o se consuma alcohol. Un poco el modus operandi de toda la vida, en realidad aquí nunca pasa nada.
Son las nueve de la noche en un parque de Madrid. Hay música y comida, la gente está en grupos de seis, -medida covid- y la mayoría, esta vez y porque esa era la intención, son personas racializadas. La reunión es un intento por ocupar el espacio público, una acción transfeminista que pretende reivindicar nuestro derecho a celebrarnos, reunirnos y acuerparnos en un espacio seguro para todas. No está convocada por ninguna organización, ningún colectivo, ni otro tipo de grupo que quiera sacar rédito político de esta intervención festiva.
La diversidad de cuerpos es evidente, maricas, lesbianas, trans*, pero llama la atención que, justamente por intentar ser un espacio de seguridad, la presencia de cuerpos racializados es muy clara. necesitamos esos espacios como el aire para respirar. Aun así hay personas blancas, personas que saben o dicen saber, lo que implica de cara a una operación policial para les compañeras racializades cualquier enfrentamiento con la policía.
Son las nueve de la noche en un parque de Madrid y la música se acalla, algunos grupos, por obvias razones, se dispersan. Hay miedo en muchas, en otras indiferencia, en otras molestia y en unas pocas, la responsabilidad de, siendo conscientes de su privilegio euroblanco, utilizarlo para proteger a sus compas. Esto era poner el cuerpo, de esto es de lo que hablamos una y otra vez en los movimientos sociales antirracistas: darle la posibilidad a las compañeras más vulnerables de poder salir indemnes; sin multas, sin identificaciones, sin el terror de no poder enseñar unos papeles que no se tienen.
Son las nueve y diez de la noche y han llegado ya seis coches de policía, unos doce agentes aproximadamente y solo hay dos personas intentando mediar con ellos, dos personas blancas, dos lesbianas butch, las demás permanecen en la comodidad de sus mantas en el césped. No me atrevería a decir cuántas personas blancas podrían haberse acercado a los agentes para hacer el mismo papel de mediadoras, como mínimo unas 10, pero solo son dos. Esas dos, seguramente lo hagan por sus compañeras racializadas, seguramente por gente cercana, de su red: parejas, amigas, familia, sin embargo, no dejo de pensar que la frase “me cuidan mis amigas” se ha tomado tan al pie de la letra que ha vaciado de contenido político a acciones como poner el cuerpo.
Porque no solo deberían cuidarme mis amigas, sino todas las que compartimos la vida en los márgenes, todas las invertidas, todas las que, nos guste o no, en según qué momentos y contextos, somos presa de la represión y la violencia policial.
Cuidarnos entre todas no puede ser solo una frase bonita para parecer cada cual más activista. Porque sí, las compañeras euroblancas pueden hacer uso de sus privilegios, de sus papeles y de su color de piel, pero ¿a ellas quién las cuida? ¿Qué hacen el resto de cuerpos blancos mirando cómo dos lesbianas butch, cuerpos de por sí también vulnerables, se enfrentan solas a la policía?
Tal parece que en el último tiempo “poner el cuerpo” se ha convertido en un slogan manido y sobreutilizado por muchas “activistas” para limpiarse de las culpas que les producen sus privilegios. Privilegios de los que conscientes o no, siguen haciendo uso exclusivamente para beneficio propio y así reproduciendo las opresiones y la dominación. Siento decir, compañeras, que si no vamos a una, aquí no se cuida nadie más que una misma y así la violencia que empezó mucho antes de ayer y que no va a terminar mañana, será cada vez más difícil de parar. Tanto la violencia policial, como la que ejerce cualquiera que se sienta con el derecho o bien de gritarnos, “sudaka, vuélvete a tu país” o, matarnos al grito de “maricón de mierda”.
Son las nueve y veinte de la noche en un parque madrileño, la policía se ha ido y solo siento el impulso irrefrenable de abrazar a la compañera que, pensando en la seguridad de las suyas ha puesto literalmente el cuerpo y los papeles para que yo, cuerpo racializado, migrante, disidente, pueda disfrutar de una tarde de calma, acuerpamiento y gozo. Ese es el abrazo que a muchas nos hace falta, la representación gráfica y corporal de un compromiso ético y político que se lleva hasta las últimas consecuencias.