El domingo de la migrante

Vaya por delante que creo en la abolición de la familia, que en muchos casos es una estructura no solo de poder y de violencia, sino también y sobre todo derivada de la desigualdad, de abusos. Vaya por delante que aspiro a los cuidados más allá de un núcleo cerrado, heteronormativo, en el que muchas veces las mujeres cargan con todo el peso del trabajo reproductivo. Vaya por delante que sueño con una comunidad en la que sentirme recogida y acompañada en los momentos más bajos, pero mientras tanto, mientras seguimos en el camino a abolirla, yo migrante, los domingos echo infinitamente de menos a la mía. 

Es el primer domingo que sale el sol en Madrid desde hace semanas, se me ocurren planes, salir y sentarme en una terraza a tomar el aperitivo, que el sol me enrojezca la piel y el calor acaricie mis brazos, mi cara, pero últimamente, sobre todo después de la pandemia nos está costando remontar y volver a los planes con las amigas.

Sin embargo, he de confesar que desde hace algunos años lo que de verdad quisiera los domingos, o aunque fuese solo uno de vez en cuando, es ir con mi padre a comprar chicharrón y arrachera, echarme una chela en lo que se hace la carne y comer todxs juntxs en la mesa grande del comedor. El olor de las tortillas calientes, la textura del guacamole, los colores de las salsas, los nopalitos, el limón bañándolo todo. Para mí eso son los domingos: compartir la mesa y pasar la tarde haciendo nada, viendo una película si acaso o jugando algún juego de mesa con mis hermanxs. 

También los domingos son para mí ir con mi madre a algún museo, escucharla hablar de colores, de proporciones, de materiales, de perspectiva y líneas de fuga, de acuarelas, temples y óleos, de su eterna alabanza al acrílico como democratizador de la pintura. Sus palabras, son bálsamo para soledades y dolores, su forma de mirar, de acercarse a mi cuerpo sin apenas tocarlo -porque mi madre no abraza, no da besos, para eso ya soy muy mayor-. Su sola presencia, con esa mirada limpia que siempre ha tenido, me hace pensar que todo va a estar bien, que la vida merece la pena, que es un lugar maravilloso para vivir y seguir caminando y trabajar por lo que quiero. Por lo que las dos queremos, que en este caso es siempre muy parecido. Esa mujer me ha heredado obsesiones e ilusiones a partes iguales. 

Sé que habrá millones de personas a quienes esto no les pase, que hayan salido huyendo de sus familias nucleares para construir otras a su medida, esas que nos ayudan a sobrevivir, para tejer otras redes y buscar otros lugares de calma. Yo tengo la suerte de que mi familia nuclear me dé la tranquilidad de no sentirme sola. Y vaya mierda eh, porque abolir la familia es casi como abolir a dios, o a la Virgencita de Guadalupe en mi caso, que soy mexicana.

La familia está ahí como un salvavidas todo terreno. Vengo de un país en donde muchas cosas las solucionan las familias, los cuidados, la estabilidad económica, las estructuras más básicas para la sobrevivencia y la reproducción de la vida.

En México un domingo en familia es, justamente por ser domingo, como ir a misa. Recuerdo que hasta bien entrada la adolescencia acompañaba a mi abuela a la iglesia, confieso que muchas veces cuando pasaba la canasta de la limosna me quedaba con algún billetito y confieso también que mi abuela me pagaba por acompañarla. Pero era nuestro momento juntas, andar despacio hacia la iglesia, comprarme una revista en el puesto de periódicos, salir de misa con el sol en la cabeza -porque había que ir a misa de doce, que no hace tanto calor pero tampoco frío- y comer todxs juntxs en casa de mi padre. Así hasta los 17 años, incluso habiendo salido de fiesta la noche anterior, mi papá siempre ha sido benévolo con mis desvaríos alcohólicos y alguna cosa para la cruda/resaca me facilitaba. Eso es la querencia, la tierra de una y la gente de una que tira, que tira fuerte haciendo de los tirones a veces, terremotos vitales cuando estas lejos. 

He estado pensando por qué los primeros años fuera de México no sentía esta nostalgia tan grande y esta tristeza tan absoluta los domingos y sin duda es porque fueron en Berlín. Es complicado, sino imposible sentir esto si a la una de la tarde del domingo sigues todavía bailando con alguna dudosa sustancia corriéndote por las venas y dilatando tus pupilas. En Berlín los lunes son los domingos, y los lunes, el resto del mundo vuelve a sus rutinas, no son días de asueto, no hay horas para pasarlas con la gente a la que quieres. Bendita ciudad que retrasó todo lo posible este vacío dominguero que me asalta desde hace por lo menos un par de años. 

También están las parejas, otra cosa más que poner en tela de juicio. Las personas que están emparejadas lo tienen fácil, el plan te viene dado, ¿con quién sino con tu pareja pasas los domingos? A mí las parejas me han salvado muchas veces de esta pena, otras tantas no. Pero cuando no estás en pareja, el domingo se presenta como un día largo, un día en el que la soledad se hace presente y ya puedes intentar hacer planes, que nada termina de llenar ese hueco en la tripa. Sobre todo porque todo lo que te rodea se encarga de recordarte que estás sola, y -otra cosa más a abolir- la sensación de soledad a veces se parece mucho a la de fracaso, y de ahí a la desolación en momentos bajos, solo hay un paso. Los domingos mi compañero de piso se va a casa de su novio -se va de crucero le llamamos-, confieso que me vuelve el cuerpo cuando llega el lunes y puedo respirar aliviada de que vuelva a casa. El domingo de la migrante le llamo yo, del no tener a donde ir. 

No sé si le pase a todxs lxs migrantes, supongo que no. Supongo que la suerte con mi familia es muy grande, supongo que para muchas los domingos son días de cruda/resaca para pasarlos en la cama bebiendo electrolitos -yo soy ya muy vieja para eso, beber más de la cuenta me pasa factura tres días seguidos-, supongo también que muchas tienen que trabajar en domingo, el grueso de la población migrante tiene trabajos precarizados que no contemplan el descanso dominical. Otras, trabajadoras domésticas que admiro muchísimo, aprovechan los domingos para reunirse a hacer política entre bailes y comidas compartidas. Es su único día libre y lo usan para organizarse, desde los cuidados, los ritmos de sus territorios de origen y los sabores y olores que recuerdan a la infancia. 

Yo hago lo que puedo, algunos domingos se me van con las amigas, otros en asambleas y muchos, últimamente demasiados, los paso en casa añorando. Haciendo cosas pero añorando esos brazos y a esa gente a 10.000 kilómetros de distancia por la que daría todo por un ratito a su lado.