Por Alía Yépez*

No me gusta la palabra desarraigada porque me hace sentir más lejos aún de lo que estoy, pero tal vez en verdad es lo que estoy viviendo. 

Mi perro se llamaba Nacho

Mi perro era gris, su pelo era graso y rizado. 

Era un schnauzer mediano y se llamaba Nacho. 

Llegó en un mayo como este mismo, pero hace nueve años.  

Nos conocimos un día caluroso en el que yo regresaba a casa por la Ruta Viva, una vía que conecta el núcleo urbano de Quito a través de la Avenida Simón Bolívar, con los valles de Cumbayá y Tumbaco. La Ruta Viva es una carretera donde los autos circulan muy rápido y donde existe la costumbre de abandonar a perros para que los atropellen. Una práctica usual y cruel en muchos lugares. 

 Ese día, de forma bastante poco habitual, había ido a la universidad en carro. Iba muy arreglada y con tacones porque había tenido una presentación. 

Lo ví asustado en medio del camellón cerca de un puente, corriendo de un lado al otro. Detuve el coche en medio del puente, en el carril de la izquierda, donde los coches van más rápido y salí al rescate de ese perrito asustado. Corrí hacia él pensando: “dios, que no me muerda, que no me muerda”, yo ya no creía en el Dios judeocristiano, pero tenía que encomendarme a algo en ese momento de tensión. Era un perro adulto y aunque era de tamaño mediano, yo tenía miedo de que me atacara. 

Los coches pasaban a mi lado pitándome mientras yo me acercaba al perro. Lo atrapé con mi abrigo y lo cargué, de nuevo pidiendo al cielo que no me mordiera y no lo hizo, estaba tranquilo. Lo subí al carro y arranqué, sabía que no seríamos bien recibidos en casa, ya tenía tres perros: Panchita, Bizcochito y Benji, y me habían dicho: “Ni un perro más”. Mi plan era fingir que el perro se había metido a la casa solo y luego pedir que le buscáramos un hogar. 

Metí el carro en la casa y dejé abierta la puerta para que él bajara solo y luego fingir sorpresa, así fue; pero yo no contaba con que mi abuelita se molestara y dijera: “sácale a ese perro que es de los vecinos”. En ese momento tuve que salir con mi mamá a la calle, supuestamente a hablar con los vecinos, pero tuve que confesar que yo había llevado al perro y pedirle que no me delatara y me dejara quedarme con él hasta encontrarle casa. 

Nunca le buscamos casa a los perros que encontrábamos en la calle, nos los quedábamos, así había sido siempre en mi familia y eso no cambiaría con él, era como un pacto no hablado, en especial entre los más jóvenes. Decidí llamarle Nacho porque usaba una camiseta roja del equipo de fútbol “El Nacional”, al cual le decimos “el Nacho” de forma despectiva o de cariño, ahora me surge la duda. Nacho se quedó con nosotros por 9 años. 

Mi proceso migratorio no me ha permitido estar con él los dos últimos años y medio. Mis perritos se quedaron al cuidado de mi mamá, quien se ha encargado de ellos mientras yo he continuado siendo su proveedora. 

Hace una semana mi primo escribió en el grupo de WhatsApp de mi familia: “se fue el Nachito”. Un par de primos respondieron con el emoji de la cara triste y ya. El siguiente mensaje fue un video de mi sobrino bailando y mis tías comentando lo lindo que se veía el niño. La noticia de la muerte de mi perro se diluyó entre uno y otro mensaje. Esa fue la forma en la que me enteré de que mi perro ya no estaba más en el mundo. 

No fue una sorpresa del todo, habíamos estado hablando de ello desde hacía un mes aproximadamente porque ya era muy mayor. Tenía problemas para caminar y se quedaba dormido mientras comía. Cosas de mayores. El veterinario había recomendado hacerle exámenes para ver si podría vivir un par de meses más. Consultando con otro nos dijo que sus riñones estaban fallando y estaba sufriendo. 

Al principio mi mamá se opuso a dormirle porque dentro de su ideología religiosa “solo Dios te puede quitar la vida”, pero yo le decía que no hay vida sin dignidad. Discutimos al teléfono más de una vez, estar lejos dificulta las cosas porque no son solo mis decisiones sino las de alguien que está al otro lado del mundo y puede decidir colgarme el teléfono y terminar con el asunto. Después de varios intentos, mi primo y mi sobrino llevaron a mi perro a la veterinaria para dormirle. Vi los mensajes en el grupo de la familia. Nadie me llamó en ese momento, ni me escribió un mensaje directo para saber cómo estaba. Estoy lejos y seguramente pensaron que no me iba a doler. Leer ese mensaje, enterarme de su muerte, hizo que las lágrimas brotaran de mis ojos como gruesas perlas que me pesaban y que caían por mis mejillas, empecé a llorar con muchísimo dolor en el pecho, sintiendo mi corazón pararse a ratos. 

Me puse a llorar sabiendo que es difícil amar, llorar, sentir estando lejos de eso que se acaba de perder. 

Mi perro se llamaba Nacho, era de color gris y tenía un carácter triste, yo lo comparaba con Igor, el burrito amigo de Winnie Pooh porque siempre tenía una carita de pena. 

Mis otros perros intentaban jugar con él, pero no era el más amigable de los cuatro, prefería irse solo a ladrar a los vecinos o a otros perros que pasaban por la calle. No le gustaban los gatos, pero se llevaba bien con las gallinas que tuvimos, él no las lastimaba como los otros. A mi perrito triste le gustaba subirse en el carro y que le diéramos un paseo, sus ojitos tristes se iluminaban en esos momentos. Le gustaba cavar la tierra bajo los geranios y quedarse dormido en una cunita improvisada hecha con sus patitas. Le gustaba acercarse a mí cuando salía a leer al patio o a ver las nubes, me acompañaba junto con mis otros perros. 

Cuando vine a Madrid me sentía orgullosa de decir que en mi casa, en Ecuador tenía cuatro perros, nadie podía creer la cantidad de perritos a mi cargo. Mucha gente que conozco había tenido con suerte un pez o un hámster. 

Ahora ya no puedo decir que tengo cuatro perros. Ahora ya no sé si son míos.  Aunque nunca he querido pensarlos como una propiedad porque más bien son parte de mi familia. 

Según la RAE desarraigar significa “separar a alguien del lugar o medio donde se ha criado, o cortar los vínculos afectivos que tiene con ellos”; a mí no me gusta esta palabra, me hace sentir culpable, me hace sentir como si yo tuviera la responsabilidad de no tener esos vínculos, de que mis primos no me hayan escrito y no le haya importado a mi familia en Ecuador el duelo por mi perro querido. Me hace sentir que yo debí cavar la tumba de mi perro pero que no pude hacerlo por estar miles de kilómetros lejos y dejar eso a otros. No me gusta la palabra desarraigada porque me hace sentir más lejos aún de lo que estoy, pero tal vez en verdad es lo que estoy viviendo. 

El día que lloraba por mi perro no lo hacía solo por él, sino por todo lo que removió; me enfrentó de pronto a la imposibilidad de estar en mi país. Pensé en mis otros tres perros que están viejos y que tal vez no pueda volver a ver. En mi madre cuyo cabello veo cada vez más blanco en las videollamadas. En esos amigos con quienes cada vez son más distanciados los mensajes, en las fiestas que solo veo en fotos y videos que me llegan con retraso. Me hizo pensar en mi sobrino, que migrará a otro país para estudiar; no estaremos juntos de nuevo cuando yo vaya porque tendríamos que coordinar una logística tremenda para poder estar vernos. 

Lloré por la foto familiar de hace cinco años. Muchos ya no están en este mundo. Yo estoy en otro país. Es una foto que no puede ser replicada porque cada vez faltamos más en esa imagen que se queda solo de forma mental. 

Por momentos siento que mi familia se deshace. A veces creo que la familia es la que hago yo aquí con mis amigues, mi pareja y la familia política y elegida. A ratos me siento tan sola que no tengo a quien llamar y tomo el metro solo para pasear sin rumbo y perder el tiempo sola, viendo a extraños ir y venir con sus familias, con sus animales, con esas vidas construidas aquí. A veces siento que mi corazón nunca podrá estar de nuevo completo porque se ha partido entre este país en donde solo estaba de visita y terminé quedándome y el país en el que sueño por las noches pero al que no sé cuando volveré.

Alía Yépez (Quito, Ecuador, 1991). Psicóloga dedicada a la intervención psicosocial comunitaria y a la investigación en salud y género. Activista feminista antirracista y ambientalista. Mujer marrón construyendo vida en Europa.

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