«El miedo no colonizará mi espíritu».
-Lydia Cacho
Desde hace algún tiempo ha ido creciendo en mí el interés por las cuestiones relacionadas al espacio y el género. Cómo habitamos las mujeres el mundo. No sólo los espacios tangibles ─aunque esto es lo que más me ha interesado─ sino también los espacios internos, aquellos que no se ven a simple vista pero que, al final del día, son determinantes en nuestra relación con los primeros. Estando en un país como México, sobreviviendo en un país como México, las mujeres vivimos en un constante estado de alerta. Hace unos días me enteré de una mujer que, estando en una parada de autobús en San Miguel de Allende, donde me encuentro por el momento visitando a mi familia, fue abordada por un supuesto Uber, quien insistía en que ella había solicitado un servicio. Tras su negativa, el hombre descendió del vehículo para decirle “De todas maneras te subes, yo te llevo”. Acto seguido, la mujer huye corriendo. Salió con vida de esa situación, subió un video a las redes para alertar: Si eres mujer, es mejor no estar sola en una parada de autobús. Si eres mujer, tu vida corre peligro. Las actividades cotidianas se vuelven de alto riesgo. Las mujeres vivimos en un constante estado de alerta.
En lo personal, hace mucho tiempo que batallo con el espacio público. Antes amaba caminar, lo hacía mucho, ahora trabajo en ello constantemente, en recuperar el amor por las caminatas a solas. Hablo poco de esto, pero mi estado de alerta estaba llegando a puntos paranoicos, por decir lo menos. Recuerdo incidentes durante la carrera, mientras vivía en la ciudad de Querétaro, los cuales marcaron mi vida. Acoso callejero a diario. Acoso y amenazas de violación en el departamento donde habitaba con otrxs. Persecuciones en auto. “Nunca pasó nada realmente”, dicen por ahí. Vaya, nunca me tocaron. Sin embargo, el espacio por el que yo transitaba libre se volvió hostil por tanto tiempo que terminé teniendo miedo de lo que podría pasar si… del hubiera. Para cuando me mudé a Tijuana unos años más tarde, para estudiar la maestría, el miedo al espacio público lo tenía tan interiorizado que no sabía que estaba ahí, dentro de mí como un quiste. Pero nunca olvidaré la tristeza y angustia de ver la cara de Diana Piggeonountt en un poste de luz todas las mañanas mientras esperaba el camión del Colef, hasta que un anunció de Soriana la sutituyó porque a alguien, o a todxs, le parece más importante solicitar empleadxs que encontrar a una chica de 15 años que desapareció un día saliendo de la preparatoria.
En una ocasión, fui de visita con mi pareja, no era tan tarde, pero en Tijuana anochece temprano; estaba esperando que saliera a abrirme la pequeña reja blanca, en su mayor parte despreocupada, algo tensa, pero nada que no fuera “lo normal”, porque se suponía que vivíamos en una zona no tan fea, en Playas de Tijuana. De pronto, un auto blanco de vidrios polarizados se detuvo frente a mí. Alcancé a ver a dos sujetos sentados en la parte delantera del auto, quizá había más voces, pero era imposible ver hacia el interior. Recuerdo sentir cómo la presión me descendía velozmente. El copiloto bajó del auto y se dirigió hacia mí, rápido, mientras el otro reía y murmuraba algo indistinguible para mis oídos. Un vecino llegó a su casa y se bajó del auto para abrir su cochera, se detuvo un instante y los vio a ellos y a mí, aferrada a la reja. El tipo que caminaba se percató del vecino y corrió de vuelta al auto. En un segundo el carro había dado un arrancón y desaparecido para siempre de mi vista, aunque no del todo de mi vida. Cuando mi pareja salió ─realmente todo sucedió en menos de un minuto o dos, aunque a mí me pareció una eternidad─ le platiqué todo y lloré, lloré mucho. Esa noche, sin darme cuenta, tuve mi primer ataque de pánico. Vinieron varios más; hasta el punto de no poder ir al Oxxo de la esquina sin sentir extrema angustia y tras pensarlo por al menos una hora. A veces simplemente no salía.
Los lugares que transitamos mujeres como yo, que hemos pasado por experiencias traumáticas de este tipo, se vuelven ajenos a nosotras. Realmente, al menos en mi experiencia, ningún lugar es un lugar seguro, porque la tendencia es siempre la misma, algún macho por ahí decidirá acosar. Si no hoy, mañana. ¿Por qué habría de ser distinto después de años de corroborarlo? Sin embargo, a pesar de tantas experiencias, nunca reporté a nadie, y sólo una vez llamé a la policía. Sé que algunxs podrán decirme que debí hacer algo, que por eso las cosas no cambian. Sucede que en esos momentos no es tan simple como tomar el teléfono y denunciar. En aquella ocasión que hablé a la policía, lo hice mientras corría, con dos hombres detrás de mí en la ciudad de Celaya. Mi hermana iba conmigo. Era ya entrada la noche, un taxista se percató de lo ocurrido y se detuvo a auxiliarnos, a él lo habían secuestrado una vez y por eso sentía empatía. Cuando la patrulla llegó, los hombres que nos seguían aún se alcanzaban a ver a los lejos, alumbrados por los focos de las calles, pero los policías sólo nos dijeron “Si ni les hicieron nada” … y se fueron. Con experiencias así, la hostilidad del afuera termina adentrándose en una, al menos en mí, y los lugares seguros que podríamos haber tenido dentro de nosotras, es decir, esa confianza en una misma, esa valentía, fuerza, o como quieran llamarle, simplemente desaparecen.

Así fue como llegué a “Un lugar seguro” de Olivia Teroba (2019), autora tlaxcalteca que apenas es un año más grande que yo. Su obra es ganadora del Premio Estatal de Ensayo de Tlaxcala «Emmanuel Carballo» 2018, bajo el nombre de Escritos. Me alegra que le haya cambiado el título, porque eso fue lo que capturó mi atención. Quizá porque desde hace ya más de un año que vengo construyendo mi propio lugar seguro desde los cimientos. Sobre el texto no sabía que esperar, pero sí sabía que algo bueno tenía que salir de un libro que se llamara así.
Olivia Teroba realiza un ejercicio narrativo de introspección y crítica muy enriquecedor, en el que alterna anécdotas personales con reflexiones sobre la situación social de las mujeres y el oficio de escribir. Su primer capítulo, Desocuparse, comienza con una reflexión sobre los cuidados y esa facilidad de velar por lxs otrxs mientras se descuida la propia persona. A pesar de que ella habla en primera persona cuando dice “cada tanto me descubro haciéndome cargo de la gente, sobre todo de mis parejas. Un cuidado que raya en la asfixia y que deja tan harta a la otra persona como a mí.”, la realidad es que muchas mujeres viven/vivímos como seres-para-otrxs. Dejando de lado la importante tarea del autocuidado y el amor propio. Esto, por supuesto, me dejó pensando en mí misma y cómo ha sido, en efecto, un trabajo de tiempo el dedicarme espacios que estén enfocados únicamente en mí, como ahora, mientras escribo. Me parece que no se trata de soslayar la práctica del cuidado de otrxs, sobre todo cuando son personas que amamos, ya sean nuestras parejas, amistades o familiares. Sino que es importante mantener en mente que no podemos dar lo que no tenemos, y el amor que queremos dar a otrxs no puede salir de una vasija vacía. Es decir, el cuidado de lxs otrxs debe brotar de la autonomía y la libertad, no de un “deber ser” impuesto social y culturalmente. Cuando decidí hacer algo respecto a mi temor de salir sola a la calle, comencé, sin saberlo realmente, a construir un lugar seguro para mí misma, en el que, además, mi vasija personal podría mantenerse protegida y llena.
En otra parte del texto, Teroba habla de la desocupación, del desempleo, mencionando cómo “La casa se vuelve todo. Ocupamos espacios con lo que somos: la cocina con los afectos, la sala con las lecturas, la azotea con la ropa húmeda y la música a todo volumen. La habitación, por su parte, conforma el punto más hermético de la intimidad. Un cobertor sobre la cama es el último bastión ante la constante amenaza que es el mundo exterior. Pero bajo las sábanas, habita también nuestra conciencia. ¿Quién quisiera estar todo el tiempo dentro de sí misma? La guarida puede tornarse encierro.” Cuando comenzó la pandemia por Covid-19, yo seguía estudiando la maestría. Como estaba en el último semestre, me dedicaba únicamente a escribir mi tesis y poco me afectaba el encierro. En agosto mi pareja y yo nos recibíamos y decidimos irnos a Puebla a principios de ese mes. Ahí me di cuenta de que la pandemia sí me afectaba: nunca conseguí empleo. Sin embargo, tras pasar un mes frustrada por mi trágico destino de no ejercer mi profesión, tuve la fortuna de notar algo en mí. El desempleo en Puebla me obligó a estar en casa, pero sin tener todo mi tiempo ocupado por la tesis, y ese encierro se volvió clave en mi retorno a los espacios públicos. En Tijuana ponía en práctica salir a las calles, pero en los dos años que viví ahí, sólo una vez me subí a un “taxi” (combi) sola. Nunca fui a ningún lugar fuera de Playas de Tijuana si no estaba acompañada por alguien. Como decía, mi estado de alerta rayó en paranoia. Me sentí muy identificada con la mujer que Teroba describe, esa que tenía “miedo a ser acosada, violada, secuestrada”. Por eso en Puebla continué la práctica de ir al supermercado sin mi pareja, porque por más desagradable que me parezca, es verdad que, si un hombre camina a tu lado, los machos se quedan callados, entonces era importante para mí hacerlo sola, recuperar mi territorio. Después él me dijo que la ciclovía estaba a 5 minutos del departamento, que podría caminar ahí. Recuerdo que me tomó días decidir salir y hacerlo. Esa amenaza del mundo exterior de la que habla Teroba era tan real para mí que, el día que caminé 10 kilómetros sola por la ciclovía, desde su entrada hasta la calle 14 de San Andrés Cholula y de vuelta, mis ojos se llenaron de lágrimas de alegría. Quizá no era una calle, pero estaba caminando sola. De hecho, un hombre me chifló ese día, a pesar de la sudadera que le pedí a mi chavo prestada, su gorra y mis lentes oscuros, es decir, a pesar de mi esfuerzo por “pasar desapercibida”. Sin embargo, ese día no sentí miedo. Y nada importaba más que eso.
Dice Olivia T. que “Tlaxcala es el estado donde se tejen redes interminables alrededor de la trata de personas. Sobre todo de mujeres, que son explotadas en otras partes del país, e incluso en el extranjero”. Puebla está al lado de Tlaxcala. Puebla de los feminicidios. Cuando llegué a vivir ahí acababa de haber una manifestación feminista en la que una pancarta tenía esa leyenda. Sentí tristeza y frustración porque de vivir en la ciudad más violenta del mundo, Tijuana, me había mudado a una de las más misóginas. De ahí que, para mí, salir a caminar en una ciudad que es un foco rojo de violencia contra las mujeres es un logro inmenso. Aún me siento más segura y cómoda si mi pareja camina a mi lado, sin embargo, cada día puedo relacionarme más con las palabras de la autora cuando dice que “Después de viajar un par de meses de mochilera, concluí que hay dos claves para el trayecto: confianza y cuidado. Confianza porque la paranoia nos hace más débiles. Y cuidado porque el mundo es un lugar peligroso. Y la vida es frágil y por lo tanto hay que cuidarla. Pero supongo que cada una lo descubre a su momento, con distintas palabras”.
Mi lugar seguro lo he ido (re)construyendo poco a poco desde hace un tiempo, está dentro de mí, por eso también me gusta cómo lo expresa Lydia Cacho cuando dice que «El miedo no colonizará mi espíritu»; porque sólo sin miedo puedo habitar los espacios tangibles que me rodean y sentirlos cada vez más propios. Ya no volveré a vivir a Puebla, ahora me dirijo a La Paz, B.C.S. Allá me espera el nuevo hogar, uno de los espacios seguros externos, donde tengo la certeza de estar rodeada de amor, comprensión y compañerismo. Otros todavía debo conquistarlos de nuevo, pero un paso a la vez…