Mi cabello siempre ha sido una de las cosas que más me gustan de mi físico. Lo tengo quebrado, y cuando niña mi mamá aprovechaba eso para hacerme una colita de caballo hecha rollito. Cuando crecí, la mejor parte de mi cabello era que no necesitaba peinarlo, solo bastaba salirme de bañar y dejarlo secar naturalmente, se le hacían unas ondas increíbles que ni las tenazas podían equiparar. Siempre fue digno de mi orgullo, mi pelazo, largo hasta la cintura, negro obscuro contrastante con mi piel pálida. De niña me sentía Blancanieves y le pedía a mi mamá que me pusiera un lazo rojo en la cabeza para parecer princesa, de grande me sentía sirena, mi arma mortal en cuestión de coqueteo. Actualmente mi cabello sigue siendo negro intenso, continúa quebrado y aún es fuente de mi orgullo, pero ahora mide unos escasos tres centímetros, cinco cuando hago desidia de ir a la estética.
Aunque amaba mi cabello largo, cuando cumplí 23 años me entró la curiosidad de ver mi cabeza rapada, o mínimo con un corte muy chiquito. La curiosidad me mataba y no podía dejar de pensar en eso, pero me daba mucho miedo cortarlo y luego arrepentirme. Lo consulté con mi novio de aquella época, y me dijo que a él le gustaban más las mujeres de pelo largo, y que mi cabello era su favorito, porque siempre había querido una novia con el cabello negro y largo como el mío. Decidí solo cortarlo unos centímetros, nada arriesgado.
Aún recuerdo el día que decidí cortarlo todo. Fue una mañana, en las vacaciones de verano, tenía 26 años recién cumplidos. Me desperté, y al abrir mis redes sociales lo primero que vi fue una foto de mi ahora ex novio con una chava, teníamos escasos días de haber terminado. Agarré el teléfono y le marqué a mi mejor amiga, “es el día, has la cita”, “¿estás segura Marisa?”, “no, pero necesito amputarlo de mi vida”.
Llegamos a la estética, yo estaba en modo automático así que mi amiga le dio las indicaciones al estilista, “córtalo todo”. Sentí un jalón y de repente el verdugo de cabellos largos me enseñó una cola de caballo ondulada, en ese momento no solo amputé a mi ex novio de mi vida y de mi cuerpo, en ese instante supe que estaba cortando con las expectativas ajenas que me impedían ser yo misma, corté con el miedo a tomar mis propias decisiones, rompí con los estereotipos castrantes y el “qué dirán” de una sociedad que se fija más en las apariencias que en el interior de las personas. Entré a la estética sintiéndome completamente rota, y salí con el poder y el protagonismo de mi vida en mis manos, fue mágico.
Lo que comenzó como un exorcismo emocional trascendió, lo resignifiqué a través de tiempo y de la reacción de la gente. En los años que llevo pelona me he topado con personas que elogian mi cabello, muchas mujeres me han comentado que se les antoja llevar el cabello “chiquito” pero no se atreven a cortarlo, pero que al verme se sienten decididas. También hay personas que me dicen que soy bonita, pero sería aún más bonita con el cabello largo, me dicen que “la mera verdad” no se me ve bien el cabello corto, hay incluso seres humanos sin habilidad de disimulo que ponen cara de asco e indignación al verme, sí, lo hacen en pleno siglo XXI. Esas experiencias me han demostrado que en mi cabeza llevo una herramienta de expresión y resistencia muy potente.
Mi cabello es mío, es mi forma de resistir, de presentarme al mundo tal cual soy y decirle “no estoy aquí para cumplir tus expectativas”. Me quité el pelazo de sirena y, con él, la necesidad de agradarle a los demás. Estoy pelona y me encanta, porque lo que me define como mujer va más allá de mi aspecto físico. Amo mi cabello, o mejor dicho la falta de él, soy libre.
Mis líneas de investigación son: emprendimiento femenino, subjetividad y procesos educativos.