*Por Tatiana Romero
He amado a muchas mujeres en mi vida, de muchas formas diferentes y por motivos muy distintos, pero ha habido una que me dejó marcado el corazón y la piel con su nombre. La quise con ese amor adolescente, con esa incondicionalidad que solo puede dar la amistad cimentada por muchos años. La quise como ella me quiso a mí. Sin juzgar, desde la escucha y las ganas de cuidar, mucho antes de que los cuidados fueran un tema, mucho antes incluso de aprender eso de las redes afectivas que son sostén y son familia. Ella era mi familia. Ella estaba ahí en los momentos duros, en los felices, me regañaba amorosamente, me interpelaba y admiraba mi ser, mi sino volátil, nómada, esa manera de forzar mis límites una y otra vez para salir de mi zona de confort como forma de sobrevivencia. Ella era tan distinta a mí que yo admiraba su templanza, su saber estar, su calma, su voz, varios decibelios por debajo de la mía. Su dedicación, su disciplina, sus ganas de cambiar el mundo poco a poco, empezando por abajo y siempre a la izquierda. Mi impulsividad frente a su contención. Las dos tirando todo el tiempo a ambos extremos de una cuerda que era nuestra amistad, haciéndonos mejores a base de ceder.
Nunca he vuelto a amar a una mujer de la misma forma, y desde entonces, tengo miedo a que las mujeres de mi vida se vayan, que un día de buenas a primeras desaparezcan y me dejen perdida sin saber cómo seguir. Y me dejen el cuerpo lleno de amor que ya no podré dar nunca más. Que me dejen con las manos llenas de caricias estériles. Los brazos temblando sin poder abrazar y la mirada perdida, intentando reconocer la suya entre todas las mujeres que me cruzo por las calles. Tengo miedo a buscarlas en los pasillos de la facultad, como la buscaba a ella cuando se fue, miedo a soñar con ellas y que el dolor me despierte en mitad de la noche con una punzada en el vientre, como la hija que nunca tendré. Olga se fue antes de poder hacernos viejas juntas y eso salvó este amor del paso de los años. Ella es el fantasma que siempre está, el dolor que una y otra vez vuelve. En cada duelo, en cada separación y cada ruptura y es también, el miedo a amar.
Este noviembre pasado fue la primera vez que escribí sobre ella. Hoy, a 11 años de que se fuera, me doy el espacio para el llanto y para reparar todo aquello que nunca he sabido ni podido reparar. Hace 11 años mi mejor amiga y la mujer a la que más he querido en mi vida se suicidó. Recuerdo la noticia como un fogonazo dentro de mi pecho, como si el disparo me perforase también a mí. Siento el cristal molido en las sienes, el sabor metálico de la boca. La sangre congelada en las venas. Nunca estamos del todo preparadas para la muerte, nos toma siempre por sorpresa. Nunca es buen momento para morirse, pero cuando la muerte llega así, con un disparo, nunca termina de asumirse. Siempre queda un pequeño resquicio para la esperanza de que sea una pesadilla y de pronto despertemos y todo siga siendo como antes, como cuando estaba.
Nunca estamos preparadas para los funerales, los tanatorios, las sepulturas, la aséptica forma de despedir a quienes hemos amado. Nunca estamos preparadas para que nos den el pésame, ni para darlo. Ese -lo siento mucho- en mitad de una obra del absurdo. ¿Cómo puede alguien siquiera atisbar el profundo dolor que deja la ausencia de la persona amada?¿Cómo si no sabían quién era ella? Si no vivieron su sufrimiento, si no la escucharon llorar por las noches, si no intentaron calmar su miedo a no poder llegar a ser nunca feliz. ¿Qué saben de la culpa que se te agarra a las entrañas y las va devorando como un parásito que se alimenta de ti? ¿Cómo imaginan que podrás seguir viviendo sabiendo que ella ya no está?
Al principio lo más duro es la culpa, los pensamientos recurrentes: ¿pude haber hecho algo? ¿por qué no lo vi venir? ¿qué clase de amiga soy? ¿merezco seguir viva? Esos pensamientos no te dejan dormir, ni comer, ni reír, ni siquiera llorar. Todo es plano. Es un estado permanente de cansancio mental. Son las ganas de morir, esa es la primera necesidad de reparo, ponerte en su lugar, dar tu vida por la suya, porque la culpa es tan grande que no te deja siquiera respirar.
Con el paso de los años, la culpa deja paso a la tristeza. Asumes y respetas su decisión. La politizas o la revistes de religiosidad, cualquiera que sea el caso. Te convences de que está en un lugar mejor, incluso de que fue lo mejor. Te repites que por lo menos dejó de sufrir. Te das todas esas respuestas, especies de premio de consolación para las desgraciadas. Pero nada es verdad. No está en un lugar mejor, ni siquiera sé si sigue estando en algún lugar, aunque yo hable con ella casi a diario. Aunque le escriba cartas que nunca envío. Lo único que de verdad puede dar paz es saber que decidió lo que ella quería. Buena o mala (eso poco importa), pero decisión suya.
Hoy, creo que el suicidio es el acto de autonomía más grande y verdadero que existe y también es el relámpago que acaba con una vida y deja muchas otras a la deriva.
Lo que más duele es la ausencia. No poder compartir con ella la persona en la que me he convertido. Es un dolor egoísta, como los dolores más profundos. La rabia de no poder decirle que soy feliz, aunque ella no esté. Son las ganas de que me escuche, de que se ría conmigo, que me mire y me devuelva la que era cuando me veía a través de sus ojos. Hay personas que conocen tu parte más oscura y aún así te aman, son esas también las que suelen conocer tus lados más luminosos. Hay personas que, cuando te miran, te dan la satisfacción de saber que, aun con todo, lo estás haciendo bien. Olga me devolvía una imagen nítida y clara de quién era yo. Olga, a fuerza de escucharme, sabía quién era y así me quería. Olga era mi compañera, el lugar al que volver. Los nidos primeros de las golondrinas. Siempre al sur.
Olga fue una mujer que resistió con todas sus fuerzas los embates de este mundo de mierda. Soportó una relación de maltrato durante muchos años que la dejó hecha polvo. No pretendo sacar aquí mi rabia, y sin embargo: J’accuse…! Yo acuso a ese hombre que, cuando ella se decidió a dejarlo la amenazó con matarse. Yo le acuso de su acoso constante, de su control permanente. De todas las veces que la esperaba al terminar las clases para que no se quedara con sus amigas, conmigo, que era «mala influencia». De esas guardias permanentes fuera del aula para vigilar con quién hablaba, a quien miraba. Yo acuso el machaque emocional y psicológico al que la sometía cada vez que ella quería un poco de espacio. Yo acuso. Acuso al patriarcado que me la arrebató cuando más la necesitaba. Acuso a los maltratadores que dejan a las mujeres devastadas, sin fuerzas y sin ganas de seguir viviendo. Qué tarde nos llegó el feminismo, querida amiga.
Olga era luz, era calma y era muchas otras cosas más. Era desesperación, era miedo, era sufrimiento. Olga era una mujer como cualquier otra y era mi mejor amiga. Olga es mi camino. Mi pasado, mi presente y mi futuro. Olga es mi cable a tierra, la que me recuerda que no importa el qué, nada es tan serio, ni tan importante, ni tan urgente, porque una vez que haz pasado un dolor tan grande, ya nada te puede quebrar.
“El alma son las cosas que le hacen a una tener ganas de vivir, y la forma con la que practica la vida. Cómo se relaciona eso que una trae, esas ganas, eso lo que sea, con lo que le rodea, las decisiones de vida, las cotidianas, las que guían a vivir y no a sobrevivir» Olga Lomelí Gamboa (16.06.1984 – 28.03.2010)