Vaya pedazo de match tenemos tú y yo

*Por Tatiana Romero

Todas renegamos de Tinder y todas lo usamos. Es un axioma que viene de la negativa a asumir que a veces, como en cualquier barra de bar, las cosas pueden salir bien. Y que, la mayor parte de ellas, salen mal. 

Hace una semana en Pikara Magazine se publicó un artículo, parecido a muchos otros, a este mismo incluso, en el que se define Tinder como un catálogo de Ikea: “te pones a buscar la estantería Billy que más pega con tu mesita de noche”. No voy a ser yo quien diga que no es así, pero pasar las páginas del catálogo entretiene un rato (o quita el tiempo, según se mire) y, como ya he dicho en otro artículo, a nadie le vienen mal unos matches para subir autoestima. 

Tinder, como tantas otras aplicaciones para ligar, tiene un “no sé qué, que vuelve loca a la gente”, te lo instalas, te lo desinstalas. Te agobia, pero te engancha y con ese vertiginoso ritmo de deslizar -izquierda, izquierda, derecha- se puede dar un largo cúmulo de matches por cada vez que instalas y desinstalas. Siempre con la misma persona y en todas las aplicaciones. Esta historia empieza así, con 4 matches en Tinder, 1 en OkCupid y una amistad en Facebook que nunca entendí bien de dónde había salido. 

Primer match: subidón. La deslicé a la derecha muy consciente de las ganas que tenía… Es guapa, muy guapa, (asumámoslo el tinder entra por los ojos. Sí, tipo catálogo de Ikea) su descripción era corta y efectiva, una declaración de principios. Voy a esperar a que escriba ella -pienso-, se me ocurren pocas cosas para entrarle a la gente, pero muchísimas para responderles, así que espero. La primera semana después del match sigo con la paciencia incólume, voy a esperar a que ella escriba. A la siguiente semana se me ha olvidado ya.

Intento recordar si esto se parece a cuando salía por las noches de fiesta con el firme propósito de ligar. Tinder lo ha hecho todo mucho más fácil, todas sabemos exactamente qué es lo que hacemos ahí, por mucho que se empeñen en decir que buscan amigas, o a “gente simpática para compartir unas cervezas y lo que surja”. A veces me muero de pereza de abrir la aplicación, me agobia tener que responder a las preguntas de rigor, me pone muy nerviosa descubrir que estoy hablando con una señora que jamás en su vida ha estado políticamente activa y a quien lo que le estoy contando le suena a receta de cocina sueca. Cuando llegamos al -¿a qué te dedicas?- y suelto que estudio a una organización de la izquierda radical noto que esto no va a ningún lado. A las 23:30 de un martes vuelvo a estar harta. La vida me atraviesa, dejo el Tinder en el abandono y lo desinstalo. Hasta la próxima vez y vuelta a empezar de cero. 

No me acuerdo del segundo match, ni del tercero, de hecho sé que son 4 porque ella me lo recuerda cuando por fin soy yo quien le escribo. 

Nos hacemos amigas en fb, tampoco tengo muy claro quién le pidió amistad a quién, me pone corazoncitos en algunas fotos, pero poco más. Desde el primer momento reconozco que tiene un perfil bastante bajo en las redes sociales. Le mando un mensaje por fb, ahí todo se me da mejor. Si ves mis publicaciones y te gustan, ya es un filtro importante. No responde. La primera semana después de escribirle sigo esperando respuesta, a la segunda se me ha olvidado. Le siguen gustando mis publicaciones pero no hay más interacciones que corazoncitos rosas o manitas azules. La sé ahí, de alguna forma, pero no pasa más, tampoco tengo urgencia, la vida me sigue atravesando todo el tiempo. Y de pronto, nos encontramos en el metro. Ella dice que han sido más veces, yo, al escribir esto solo recuerdo una, la última. Sábado 17 hrs., voy tarde. Me le quedo mirando porque me llama la atención algo que pone su mascarilla, alguna cosa feminista sobre el patriarcado o algo así. No la reconozco, no la ubico en mi línea espacio-temporal, pero sí, es ella. Tengo bastante borroso ese encuentro, me re-instalo Tinder. Match. 

Me instalo OkCupid, 84% de compatibilidad. Seguir sin decirnos nada me empieza a parecer un poco tontería, aunque tampoco entiendo muy bien el por qué. Me pregunto todo el rato qué esperamos de las aplicaciones, de los mensajes, de las respuestas, de los encuentros. Me dan miedo las expectativas que crea un match. Me dan miedo los vacíos sin llenar, me dan miedo las ganas de gustar, la necesidad a veces desesperada de encontrar a alguien que nos valide, que se enamore de nosotras y nos de por fín el refuerzo positivo que necesitamos para sentirnos mejor, sobre todo después de tantos meses de desconexión vital con el resto. Me dan miedo las frustraciones y decepciones de matches fallidos, los reclamos sin venir a cuento, las proyecciones después de intercambiar tan solo los números de teléfono. Pero también me dan miedo las ganas de tener un encuentro sexual y poco más. Exponerme, recuperar la promiscuidad como opción política para re-conocerme en estos tiempos aciagos. Me pregunto por los cuidados, por la responsabilidad afectiva. Cuánto tengo que estar ahí, cuánto tengo que invertir para terminar, o no, en una cama. Y coincido muchas veces con mis amigas en que es mucha la energía que nos lleva conocer a una persona nueva e incluirla en nuestras vidas aunque solo sean unas horas o una noche. 

Pero Tinder tiene ese “no sé qué, que vuelve loca a la gente”, así que un sábado a las 23:38 me llega una notificación: -tienes un nuevo match- y yo en vez de sentirme harta dejo que la curiosidad se apodere de mí: es ella. Con un par de cervezas encima le escribo y la conversación, corta y sin lugares comunes o preguntas de rigor, después de 5 frases termina en que reventemos azulejos de calles con nombres de fascistas. ¡Match! Lo primero que hago es buscar desesperadamente su signo zodiacal en OkCupid, nada. Y tengo ganas, me acuerdo que tenía ganas ya hace meses, me parece un gran plan a futuro y si no terminamos en una cama por lo menos terminaremos rompiendo y romper, siempre es bien. 

Pero la vida se me atraviesa y no logro sacar más tiempo para verla que un sábado a las 11 de la mañana. Un café y no, seguramente no terminemos en una cama. No sería así si hubiéramos ligado en la barra de un bar, pero tal vez el café de la mañana hubiese sido más incómodo. Con el sol en la cara todo resulta más fácil. Y es fácil, asombrosamente fácil. Hablamos dos horas de política, vuelvo a preguntarme si hubiera sido así en la barra del bar. Antes de irme le entrego la primera cosa que compré al mudarme a Madrid, mi callejero en papel. De pronto tenemos un proyecto en común sin siquiera habernos besado y me voy de ahí pensado: ¡Vaya pedazo de match tenemos tu y yo!