El cuerpo recuerda. El corazón va a mil, las manos se duermen, todo se mueve alrededor, dolor en el pecho, ganas de llorar, confusión, shock. De la boca solo sale un: ¡hostia!
El cuerpo recuerda el daño más que el dolor. Recuerda los desgarros, el cristal molido en las sienes, recuerda el rechazo físico, las náuseas, las ganas de desaparecer, de que todo pare, de no seguir viviendo así.
«Eres una académica de mierda» fue el primer insulto, y de ahí al «te voy a reventar» solo hubo un paso entre medias: «eres una hija de puta». Y eso el cuerpo lo recuerda. Aunque para el resto la desequilibrada fueras tú, porque ella conocía bien las reglas del juego, eran las suyas. Y eso el cuerpo lo recuerda.
El cuerpo recuerda los cientos de pedazos que con mucho trabajo, paciencia y lágrimas has tenido que ir recomponiendo después de terminar rota. Ese recuerdo, podemos llamarlo de cualquier forma, estrés post-traumático, psicofisiología del trauma, lo que sea y con los términos más rebuscados, que dentro del pecho se siente igual: vacío, un vacío absoluto. El abismo. Y unos días posteriores en los que toca volver a mirar al vacío, enfrentarte a él, intentar llenarlo de nuevo, recordar que ya no estás ahí. Días de incomprensión, de preguntas que vuelven.
Porque sí, todas hemos hecho daño, algunas más que otras, pero todas hemos dañado a alguna persona a la que queríamos. Todas hemos tenido dinámicas tóxicas, violentas, y la que no, que venga y me cuente su infancia, sus 30 años de terapia, o la burbuja en la que creció, porque ya solo por el hecho de haber sido socializadas en un mundo tan terriblemente violento, marcado por la colonialidad y sus efectos, por el patriarcado y sus consecuencias en los cuerpos, ya solo por eso, nos relacionamos muchas veces desde el daño, el miedo, a la defensiva. Pensando que la persona con la que queremos construir un vínculo sexoafectivo en realidad en algún punto terminará rompiéndonos. Diciéndole una y otra vez que nos ha roto, con todo lo que eso implica. Culpándola de nuestras propias heridas pero incapaces de asumirlas para construir en colectivo.
Ante este panorama decidimos, sí, decidimos, actuar desde diferentes lugares. Hay quienes como yo, comienzan a prevenir el desastre en el minuto uno de la relación, y nos ponemos constantemente en la peor de las situaciones, imaginando a cada cuál un resultado más catastrófico. Nos preparamos para el dolor, el duelo y todo lo que venga con ello, porque desde el inicio estamos convencidas de que no va a salir bien. Con el paso del tiempo, las hostias y muchas horas de terapia, vamos teniendo más herramientas para acallar el miedo anticipatorio y poder, desde un lugar un poco más libre, conocer a la otra persona. Aun así sigue costando no preguntarse si saldrá bien.
A mi, la impulsividad me salva y me condena a partes iguales en este terreno, porque por más que quiera ser precavida, me puede el sentimiento y muchas veces obvio todas y cada una de las señales. Tengo miedo sí, pero también ganas de disfrutar de los vínculos. Yo misma tengo una serie de dinámicas relacionales que me empujan a ignorar las alertas. Una y otra vez avanzo sin mirar del todo hacia dónde estoy caminando, si hay suelo debajo, si el precipicio está a solo unos metros o si estoy sobre una cuerda floja y debajo no hay red que me sostenga (en mi caso la hay porque mi red afectiva está ahí para acuerpar cuando termino tropezando y cayendo).
Pero hace un par de años la red parecía no poder sostener la caída de lo estrepitosa que fue.
Puede ser que con este texto me equivoque del todo, que el daño no se inflija movida por el miedo sino que se produzca porque sí. Por gusto, por ganas, por no saber ni querer hacerlo de otro modo. Yo prefiero pensar que es por el miedo, porque las heridas no cerradas sangran y chorrean sobre quien nada tiene que ver con ellas. Porque nos ha tocado, o porque no hemos sabido escuchar las alertas.
Hay quienes ante el miedo, atacan, invalidan, machacan, día sí y día también. Sin tregua. Hay quienes logran que no te reconozcas a ti misma, quienes te arrebatan lo que eres y lo que haces. Hay quienes llevan años perfeccionando eso a lo que por fin podemos poner nombre: luz de gas y terminas siendo una persona completamente distinta de la que eras al empezar la relación, pensando que efectivamente, e independientemente de diagnósticos psiquiátricos, estás loca. Hay quienes pasan de la admiración al odio, quienes te recriminan lo que haces, a lo que te dedicas, tus orígenes, lo que sabes y lo que ignoras.
En pocas palabras, hay quienes de tanto miedo que tienen anulan completamente a la persona que tienen delante
Ese proceso de anulación de la otra, también conlleva una desaparición simbólica de la identidad propia dentro de la relación y termina siendo el motivo por el que se reproducen los ataques y la desigualdad: -¿por qué siempre te pones debajo mío?-
Es simple y esa simplicidad es lo que lo hace profundamente perverso, porque nunca habrá forma de hacerlo bien. Hagas lo que hagas y digas lo que digas. Si lloras porque lloras, si gritas porque gritas, si mantienes la calma porque estás muy tranquila, nunca hay forma de evitar el desastre. Y enloqueces. Ya no sabes lo que has dicho y lo que no, lo que has escuchado o lo que se supone que te estas inventando, solo puedes llorar. Todo el día, todos los días, en cualquier sitio, y ella te recrimina: «¿ya te vas a poner a llorar otra vez?». Así, te pierdes a ti misma, no te reconoces, pero tampoco te importa porque no hay fuerzas suficientes para intentar mirarte de nuevo a los ojos y preguntarte ¿dónde estás? ¿Por qué no sales de ahí? ¿Cómo has llegado hasta aquí? También irte da miedo.
Aquí todas hacemos daño. Nos hemos ido sin decir palabra o dando un portazo, hemos reclamado más de la cuenta o ignorado las necesidades de la otra. Hemos engañado, gritado, chantajeado incluso. Hemos pasado muchas líneas rojas que jamás debimos pasar. Escupido los celos y estafado con poliamores mal hechos. Hemos querido poco, o demasiado y malamente; pero lo que hace que las marcas se queden grabadas a fuego en las entrañas es la anulación total, los cientos de momentos en los que lo único en que pensabas era en no querer seguir viviendo así, pero estar tan inmovilizada que era imposible imaginar otra cosa, o simplemente decir adiós. Lo que se queda grabado en la retina son las horas muertas en un parque mirando a la nada intentando aplacar la ansiedad. Lo que nunca vas a olvidar es un billete de avión como promesa de sobrevivencia, y la necesidad de poner 10 mil kilómetros de por medio para aferrarte a la vida.
El cuerpo no recuerda el dolor, ni los gritos o los insultos, recuerda el daño, los efectos en ti misma, la autoestima resquebrajada. Recuerda a esa otra que aun sigues sin querer o poder reconocer.
Lo que más quema es la sensación de absoluta soledad.
Y el cuerpo guarda todo esto en la memoria. El cuerpo recuerda y se pone en alerta cuando siente que está de nuevo en peligro. Las extremidades se tensan, el pecho explota, se nubla la mirada y es necesario que alguien te sujete, te sostenga, porque estás apunto de caerte al suelo. Te sientes completamente sola en medio de tanta gente, visible, frágil, presa fácil.
El cuerpo recuerda el miedo, pero también el enfado de seguir sintiendo miedo.
Antes de mí hubo otra que paso por lo mismo, hoy me pregunto si la siguiente esta viviendo el mismo infierno.
Y con todo esto durante días por mi cabeza, no para de resonar la misma pregunta que en los últimos tres años no he sido capaz de responder por mucho que me conozca todas las explicaciones teóricas: ¿por qué?
** La ilustración que acompaña el texto es de @monamuilustracion