A mis amigas, nudo henequenero

Este ha sido uno de los mejores veranos de mi vida. 

No he viajado a ningún lugar exótico, tampoco he tenido unas vacaciones llenas de descanso, no ha sido especialmente refrescante (en Madrid los veranos nunca lo son), tampoco he pasado semanas en una casa de playa mirando el mar. No he comido pescado con los pies enterrados en la arena y mi piel llena de salitre, ni truchas ahumadas al lado de un río. No he ido a un spa, tampoco he dormido en una furgoneta mientras recorría una isla, no he caminado durante horas por un bosque, ni mucho menos he hecho el Camino de Santiago (era mi plan en febrero, esperando que la experiencia cambiara mi vida); este verano lo he pasado recuperándome rodeada de la gente que quiero y sobre todo, que me quiere. 

Justo a mitad del verano un relámpago impactó en mi cerebro provocando un cortocircuito y eso lo ha cambiado todo. Este es un verano que no voy a olvidar nunca: he pasado más tiempo con mis amigas de lo que había pasado en los últimos años, confirmando así que esas mujeres que con amor y paciencia me han cuidado durante semanas, son mi familia. 

Sí, el amor de nuestra vida son las amigas, lo repetimos una y otra vez porque hasta ahí hemos deconstruido el amor romántico, cada vez más aprendemos a cuidar a quienes nos cuidan, aprendemos que la pareja jamás será el pilar que sostenga al completo nuestra frágil arquitectura corporal y a veces, en momentos cruciales, descubrimos, con cierto pesar, pero sobre todo con una consciencia quizás antes inconcebible, que a falta de grandes declaraciones de amor o promesas eternas, lo que las amigas nos dan es algo mucho más tangible, que se puede asir con las manos, porque son sus brazos quienes nos sujetan: las amigas nos salvan del naufragio. 

Este verano, mientras mi cuerpo aún estaba en el hospital intentando asimilar el miedo, cada uno de los nudos que conforman mi red afectiva, como por arte de magia dejó de ser invisible (cual lazo de la mujer maravilla) para materializarse en un complejo tejido de henequén, fibra ancestral de mi tierra, resistente como pocas, extraída del agave, como el tequila y la grana cochinilla. Su nombre en maya es Ki y, aunque no podemos obviar la explotación y la dureza con la que se explotaba a los trabajadores esclavizados en las haciendas henequeneras de la península de Yucatán, también me recuerda a la Guerra del Yaqui, una de las rebeliones armadas más largas en la historia de México, el enfrentamiento del pueblo Yaqui con el gobierno para evitar su traslado a Yucatán como trabajadores forzados para la producción de henequén. 

Por eso me imagino mi red afectiva como un entramado de fibras de henequén, con esa ancestralidad que muchas de nosotras llevamos a cuestas y que en momentos de crisis nos hacen aferrarnos a la vida. Mi red afectiva es resistencia, en ella hay sudakas, lesbianas y maricas, lo mejor de cada casa. 

El 5 de agosto del 2023 a las 04 am. sufrí un ictus, un relámpago que impactó en mi cerebro y que podía haberme dejado ahí a 9,483 kilómetros de la tierra donde nací; pero gracias a ese nudo henequenero, no estaba sola. 

En el primer momento todo era confusión, el cuerpo que ya no te pertenece, aunque tus sentidos intenten agudizarse para entender qué es lo que está pasando, una conexión indescriptible con cada una de las células y que desde el plexo solar te habla y te dice que algo va muy mal, que tu mirada no enfoca los objetos que sin parar se mueven a su alrededor, que los pies no sienten el suelo que pisan, que las lágrimas son un mal presagio, porque tu ni tan siquiera las intuyes. Entonces, lo más importante es ganarle al tiempo para que los cables no sigan desconectandose, ahí es cuando las que están contigo toman el control que tú ya has perdido, como el habla. 

Hospital, TAC, ingreso, miedo. 

Cuando todo pasa siguen siendo ellas tu cable a tierra, te miras a través de sus ojos, intentando adivinar la gravedad de tu estado por la forma en que te miran, en que te hablan; son ellas las que sostienen en sus manos las conexiones que te permiten mantener la calma y también las que reciben contigo el golpe que durante 24 horas has intentando ignorar: tu vida no volverá a ser igual, aunque tú vuelvas a ser la misma, porque has mirado al abismo, ese acantilado formado de membranas, células y tejidos que es el cuerpo y el aún más complejo fondo abisal del cerebro. No sabes bien lo que significa, intuyes que el miedo te va a coger la tripa y que será lento y largo recuperar el sentido del equilibrio, pero esa red te está sosteniendo ya sin que tu lo sepas y eso hará las semanas venideras mucho más fáciles. 

Así comienza el mejor verano en mucho tiempo, con turnos de cuidados, traslados en coche, acompañamientos al médico, desayunos, comidas y cenas preparadas por unas manos que no son las tuyas. Paseos por la tarde, siestas muy largas, un cuerpo que no es del todo capaz de valerse por sí mismo, una fragilidad que te empuja a por una vez dejarte cuidar.

En este verano he pasado muchas horas hablando, contando y escuchando a mis amigas, en este verano no he compartido ni un solo momento con ninguna persona con la que tengo o tuve un vínculo sexoafectivo, no ha sido ninguna de las personas, vínculos y/o parejas quienes me han cuidado, quienes me han hecho el camino un poquito más fácil, quienes me han prestado sus brazos para levantarme del sofá, o cuyas manos me han alimentado durante días, ni tan siquiera las que me han llamado o escrito cotidianamente para, desde la distancia, mandarme todo su amor. 

Este verano han sido mis amigas las que me han sostenido sin haberlo pedido, las que han llorado conmigo, las que han paliado mis miedos a golpe de abrazos, las que han dormido al lado de mi cama para que yo pudiera conciliar el sueño, muerta de ansiedad por quedarme dormida y que volviera a suceder. Este verano han venido de Bilbao y Barcelona para hacerme saber que no estoy sola. Este verano hemos hecho prácticas de manejo en cada uno de los trayectos al médico, descubierto nuevas recetas, sin sal, aceite o azúcar. Este verano han nadado a mi lado, atentas a que mi cuerpo no se hundiera. 

Y, lejos de que este texto sea un ataque frontal o velado a la fragilidad y lo efímero de ciertos vínculos que establecemos a través de lo sexual, es una oda a la amistad, a las relaciones que establecemos desde la igualdad, la reciprocidad y el cuidado mutuo.

Las amigas son quienes nos salvan, y más nos vale entender por una vez que esas son las imprescindibles.

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