Por Tatiana Romero

Una reflexión en el Día contra la LGTBIfobia

Son innumerables las veces que me he escuchado a mí misma decir: “qué camionera” para referirme a lesbianas con mucha pluma o a las que se les “nota mucho”. Y aunque es verdad que siempre lo digo con una mezcla de admiración y deseo, no puedo negar que detrás de ese comentario siempre se esconde un profundo clasismo, porque lo cierto es que nunca ha salido de mi boca para referirse a ninguna lesbiana de clase alta, o ¿es que la burguesía no tiene su propio ejército de camioneras?

Llevo meses haciéndome esta pregunta, pero ha sido el triple lesbicidio en Argentina el que me lleva a plantearla con más fuerza:

¿qué lesbianas reciben el castigo disciplinador que nos alcanza a todas pero no nos elimina materialmente por igual? 

No he podido no mirar los artículos (pocos), que reproducen la imágen de Pamela y Roxana. No sé si hay algo de morbo en ello, pero sé que necesitaba ponerle cara a esos nombres que no salen de mi cuerpo desde hace más de una semana. Necesitaba ver sus cuerpos, sus sonrisas, sus gestos y sí, por supuesto, necesitaba comprobar que eran, por lo menos una de ellas, lesbianas masculinas, de esas a las que se nos “nota mucho”. 

Pamela, Roxana y Adriana eran lesbianas de clase trabajadora, que vivían juntas en una pequeña habitación de una pensión en Barracas, un barrio ya mayormente gentrificado de Buenos Aires. Eran trabajadoras de la economía popular o lo que en México llamaríamos de la economía informal, vendedoras ambulantes. Una de ellas venía de estar en situación de calle antes de sumarse a la comunidad de lesbianas que, juntas hacían frente a las violencias, sobre todo la económica. 

No quiero generalizar, aunque ya que es una columna de opinión en un medio en el que se me permite escribir desde lo más personal e íntimo de mis entrañas, podría y voy a hacerlo: siempre a las que más se nos nota lo lesbianas, somos clase trabajadora, o formulado de otra manera, casi nunca a las lesbianas de clase alta se les nota que lo son, ¿me explico?

No sé muy bien por qué sucede esto, o quizás sí lo sepa pero me encanta hacerme pendeja, o pretendo que mis lectorxs activen un poquito su propia cabeza y se detengan un minuto a pensar, a hacer repaso en esas imágenes de camioneras que tienen en su cabeza y hagan la inseparable relación entre la disciplina y el poder adquisitivo. 

Pienso en Higui, por ejemplo. Eva Analía de Jesús, como dice la periodista argentina Adriana Carrasco, “no es simplemente lesbiana. Higui es lesbiana-machona-pobre-negra en un solo concepto”. Higui también es una trabajadora de la economía popular, también es cartonera. Higui pasaba en frente de las casas con jardín preguntando, “señora, señor, ¿quiere que le corte el pasto?», también es plomera, albañil, limpiadora. De todo para ganarse la vida. 

Higui llevaba toda la vida recibiendo acoso, insultos y pedradas por ser marimacho, le quemaron la casa donde vivía por ser lesbiana y fue acusada de homicidio en 2016 por defenderse de una violación correctiva. Pasó nueve meses en la cárcel. Las movilizaciones lésbicas y feministas lograron ejercer la presión suficiente para que fuera absuelta. Sigue siendo una lesbiana de clase trabajadora a la que se le “nota mucho”, una machorra. 

Con una sonrisa Pamela mira a la cámara, también “se le nota” mucho que es tortillera. También recibía insultos lesbófobos, también le quemaron la pieza por lesbiana. A Pamela la mataron porque era pobre y porque se le notaba mucho que era lesbiana. 

No quiero decir que todas las lesbianas pobres sean marimachos, porque la historia nos ha enseñado que no es así, sin ir más lejos tenemos a las femmes, lesbianas con una feminidad tan subversiva que tampoco entran en la heteronorma. Las femmes son la otra mitad de una dupla hermosa que a día de hoy sigue siendo mito fundacional para muchas de nosotras, la pareja butch-femme

Butch-femme es una forma de codificar una realidad material muy clara desde los años 30 del siglo XX, lesbianas de clase obrera, en su mayoría de zonas fabriles, que dinamitan los roles sociales de lo que es un “hombre” y una “mujer”. Podría extenderme en las particularidades eróticas de esta combinación, sin embargo, lo que me interesa aquí es hacer énfasis en su origen de clase. Pienso (y no podría ser de otro modo) en Leslie Feinberg, autore de Stone Butch Blues describiendo las alianzas entre las de abajo para resistir a las violencias: “Para sobrevivir en aquél mundo, una stone butch y una puta tenían que ser duras. Ambas éramos lo que parecíamos, y eso era lo que nos gustaba de la otra”.  Feinberg era también una marimacho judía de clase obrera que a los 14 años dejó la escuela para incorporarse al mundo laboral, para ser más específicas al trabajo fabril. 

Entonces, si en la clase trabajadora tenemos una infinidad de ejemplos de lesbianas masculinas que han puesto el cuerpo por nosotras y que lo siguen haciendo ¿por qué seguimos reproduciendo el “pero que camionera es” cuando nos encontramos con una? ¿Por qué no sentimos orgullo de clase, orgullo por las lesbianas de clase trabajadora? ¿Por qué admiramos el passing que da la clase? ¿Por qué nos embelesa una lesbiana andrógina (a más blanca más andrógina, o al revés)? ¿Por qué nos pierden las gestualidades vestidas con casimir? ¿Por qué nos enamoramos de las voces aterciopeladas cuyas tonalidades denotan los decimales de la cuenta de banco? La respuesta es muy sencilla: clasismo y fantasías aspiracionales. 

Sin embargo, mientras nosotras creamos gestas burguesas en nuestras cabezas, mientras soñamos con que nos arrullan unas cortinas de lino movidas por el viento al tiempo que yacemos plácidamente con nuestra amante infinita y etérea en unas sábanas de 200 hilos, a las lesbianas de clase trabajadora las siguen violando, les siguen quemando la casa y las siguen matando. Hoy, día en contra de la LGTBIfobia sería un buen momento para preguntarnos: ¿hasta cuándo? 

Mientras sigamos reivindicando que somos lesbianas buenas porque casi no se nos nota, mientras estemos más cómodas en el sáficas que en el lesbianas, mientras nuestro ejemplo a seguir sea Montserrat Oliver y su esposa, la también modelo Yaya Kosikova, tenemos un problema, a saber: nos seguirán matando.

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