Por: Daniela Caballero*
Ese día salí de casa con el mismo miedo que salimos todas las mujeres en este país. Antes de tocar la perilla de la puerta fui siendo más consciente de todos los objetos que tenía que tocar en mi camino: las llaves, la puerta del edificio, el dinero, la bolsa, las frutas y verduras. Parece increíble que cada objeto se vuelva en un transmisor mortal de un virus que no podemos ver, que para nuestro ojo no existe.
Camine por las calles vacías. De pronto, me encontraba con mujeres u hombres paseando a sus perros. Ahora pienso que se pasean más a ellas y ellos que a sus mascotas. A veces veía a mujeres y hombres de la tercera edad y se me revolvía el estómago.
Crucé una avenida que, en tiempos normales, es muy transitada. La normalidad, cómo pensamos ahora la normalidad.
Avanzaba hacia mi destino y encontraba imágenes contradictorias, distópicas y abrumadoras. Un hombre blanco con ropa deportiva tomando un café de Starbucks y cerca de él, otro hombre de unos cincuenta y tantos años, cargando una mochila de Uber Eats y con un cubre bocas. El revoltijo del estómago me llegó a la garganta.
Seguí caminando, con precaución, volteando a todos lados porque la calle estaba sola y el miedo a que me pasara algo le ganó al miedo de un posible contagio. Me encontré con una mujer indígena vendiendo gardenias y dulces que me rompió el corazón. La desigualdad social se ve con más claridad y golpea más fuerte en estas situaciones.
Pase junto a ella diciéndole que me esperara unos minutos porque no llevaba cambio conmigo. Al llegar a mi destino sentí otra oleada nauseabunda en mi interior. Llegaba al que, unas semanas antes, había sido un tianguis con abundantes puestos.
Ahí estaban mis puestos de confianza separados por más de 2 metros de distancia. Me acerqué al puesto de la verdura, el señor me saludó con una sonrisa que no alcanzó a tapar el cubre bocas que traía en el cuello. Tomé las cosas que necesitaba, consciente del tacto de mi piel con las texturas de las verduras y las frutas.
Una parte de mí quería llevar todo lo que mi bolsa y mi hombro pudieran cargar y, la otra, pensaba en la cantidad de comida innecesaria que llevaría. Tomé lo que regularmente llevaría para la semana y eso, ha sido de las pocas actividades que he conservado de mi rutina pre pandemia.
De regreso, encontré a la señora con sus gardenias y le di dinero. A la mitad del camino caí en cuenta que lo que debí haber hecho era comprarle un kilo de naranja o plátano, o algo que la alimentara, pero no se me ocurrió antes.
Volví a ver al señor con la mochila de Uber Eats esperando fuera de un restaurante. Seguí caminando con el nudo en la garganta que, finalmente, se convirtieron en lágrimas que no pude secar porque no podía tocarme la cara. El vacío se sintió así, llorando en el cruce de una avenida que hace unos meses difícilmente podía atravesar sin esperar el semáforo en rojo.
Me entró la culpa por no haberle dado un kilo de naranja a la señora de las gardenias; por no haber podido hacer más por el señor repartidor; por no haberle podido comprar más a la señora de la verdura y al señor de la fruta: “¿Va a seguir viniendo?”, solo pude preguntar. “Sí, vamos a seguir viniendo”, contestó el señor.
Estaba acostumbrada a que el capitalismo me exigiera mi productividad, a que drenara mi espíritu, a que me obligará a comprar y a sentirme mal todo el tiempo. Lo que nunca preví era vivir un escenario más despiadado del cotidiano, del “normal”.
Y desde ahí, el anticapitalismo me exigía también: “cuídate, ¡no salgas!”, pero “uy, qué privilegiada al poder hacer teletrabajo”; “¡qué no salgas!, apoya a tu negocio local”, pero “qué desconsiderada, estás haciendo a los repartidores salir”; “¡entiende, no salgas!”, pero “¿qué estás haciendo por ayudar a las personas que no pueden parar?”. Así llegué a casa y me quedé ahí agotada, llorando porque por las noches pienso en todas las personas que no pueden acceder a los mismos derechos que yo.
Y, ¿qué era la normalidad? La normalidad era ignorar la profunda desigualdad, era nuestra falta de empatía, era nuestro descuido de salud e higiene, era conformarnos, era callarnos, era no cuestionarnos nuestras condiciones laborales; la normalidad era indeseable.
Ojalá no volvamos a ella, pero con tristeza tampoco tengo certeza de que no volvamos a la “normalidad”. Era fácil fantasear con el futuro o pensar en el pasado, pero hoy vivimos en presente y en pausa, en calles vacías, pero que estaban y están llenas de desigualdad disfrazada de normalidad.
Y ahí, en estas calles hay mujeres resistiendo y allá tras esas paredes hay mujeres resistiendo, porque el resistir ha sido histórico para nosotras. Cuando llegué a casa me sentí aliviada dos veces: la primera por haberlo logrado y, la segunda por llegar con vida. Del resistir en crisis somos expertas, pero la huella emocional se hacen más grande conforme pasan los días en el calendario.
*Daniela Caballero (CDMX) Comunicóloga, feminista, curiosa, inquieta, amante de los libros, la escritura y el chocolate. Ha colaborado en distintas agencias de marketing digital haciendo contenidos, pero su pasión se encuentra en los pequeños detalles, la escritura y los espacios de aprendizaje, sobre todo, feministas.
**El collage que acompaña el texto es de @jaeldelaluz
Aviso: El texto anterior es parte de las aportaciones de la Comunidad, bajo el tema Viviendo la pandemia: crónicas feministas en primera persona. La idea es dar libre voz a lxs lectorxs en este espacio. Por lo anterior, el equipo de Feminopraxis no edita los textos recibidos y no se hace responsable del contenido-estilo-forma de los mismos. Si tú también quieres colaborar con tus letras, haz clic aquí para obtener más detalles sobre los requisitos.