El patriarcado duele, la regla no

*Por Bárbara Durán-Bermúdez

Estoy sentada en un banco contándole a una excompañera del instituto sobre mis dolores mientras me fumo un pitillo. No entiendo bien qué está sucediendo a mi alrededor, pero parece que una extraña calma antes de la tormenta se apodera del ambiente: necesito huir y recuerdo que intento correr. Me escapo, y en la carrera me despierto de golpe. Son las cinco de la mañana y me encuentro paralizada en el sofá-cama con el que comparto mis noches; no soy capaz de moverme. De repente, en mi cabeza, entre el caos del dolor, todo cobra sentido: las pesadillas y el dolor punzante que emite mi ovario izquierdo no son hechos aislados. Hace unos días me dieron los primeros pinchazos y yo, tonta de mí, pensé que estaría ovulando. Porque esa es la fase en la que me debería de encontrar, según mi calendario menstrual.

Sin embargo, hace tiempo que el calendario dejó de tener sentido. Lo miro intentando darle un poco de orden a esta maraña en la que se han convertido mis ciclos. Tumbada, saco una fuerza extraordinaria, no sé muy bien de dónde, para alcanzar la posición fetal. Esto es lo máximo que mi cuerpo me permite hacer, dado que el dolor me paraliza. Noto como la sangre fluye caliente y me impregna los muslos, pero no soy capaz de incorporarme para mirar si, de nuevo, he manchado las sábanas de mi compañera de piso. Sé que me esperan por delante unas horas agobiantes, esta parte de la película ya me la conozco de sobra. Sin tener a mi alcance más recursos, las paso llorando en silencio abrazada a un cojín, como si pudiera consolarme algo.

A pesar de este dolor que emana de mis entrañas, mi mente lo tiene claro: lo peor no son los calambres, ni las manchas, ni la falta de sueño. Sólo sé, a las cinco de la madrugada, que siento rabia.

Pasan las horas y me encuentro sola en casa, mis compañeras no están. No soy capaz de moverme a pesar de que sé que, si fuera capaz de reunir las fuerzas suficientes para ponerme una bolsa de agua caliente en mi regazo, mi situación mejoraría algo (poco). A las cuatro de la tarde la situación es ya agobiante, por lo que decido moverme y consigo ponerme en pie. Los pantalones del pijama caen al suelo, empapados. Consigo poner agua a hervir, para la bolsa y para la copa, mis dos aliadas en esta batalla. Noto como si mi alrededor se moviera a cámara lenta, porque mi tensión está aún más por los suelos que mi estado de ánimo. Así que me apresuro a prepararlo todo en lo que el agua hierve. Desorientada, palpo las paredes para poder llegar a rastras a mi habitación y de nuevo, me coloco en posición fetal. Nada ha cambiado desde la última vez que me pegó tan fuerte.

En la oscuridad de mi cuarto valoro la posibilidad de tomarme un calmante. Sé que esa es una carta que debo jugar con cautela, ya que todo apunta a que, en cualquier momento, me visitarán los vómitos. Recostada entre cojines, pasan por mi mente las imágenes de la última vez que acudí a urgencias. Cómo, al llegar, el personal sanitario se tomó la situación quitándole toda la gravedad al asunto. Cómo pasé 6 horas sentada en una silla de plástico sin que nadie se dignara a tomarse mi sufrimiento enserio. Cómo volví a mi casa con 3 pinchazos, pero sin diagnóstico alguno. Así que no, en esta ocasión no acudiré al hospital. Bastante es vivir mi infierno particular cada mes como para encima tener que lidiar con este sistema patriarcal de salud, en el que el tiempo medio para la diagnosis de la endometriosis es de 7 años.

En mi caso, llevo 3 años así. Todo comenzó cuando, después de que mi primera pareja me obligara a tomar la píldora anticonceptiva con 15 años, decidí dejar de tomarla 7 años después. Nadie me informó de la posibilidad de que me sucediera esto, sólo recuerdo cómo me la vendieron como la panacea. Iba a dejar de tener granos, me iba a regular el ciclo, todo iban a ser ventajas, Ahora, a mis 25, me veo obligada a convivir con esta situación, mientras la sociedad contempla impasible. Cada mes es una lotería en la que se conjugan los vómitos con mareos, bajones de tensión, fuertes dolores menstruales (que empeoran si el ovario izquierdo es el que entra en juego), anemia, insomnio, falta de apetito y fuertes sangrados. No queráis ni imaginaros lo que es cuando todos esos síntomas se ponen de acuerdo para visitarme al inicio de mi ciclo.

Después de tres años de insistir a mi doctora de cabecera, de numerosas visitas de urgencias al hospital, de probar innumerables calmantes y medicaciones para no vomitar, nada ha cambiado. Cada mes paso por una semana inimaginable para muchas de las personas que lean esto, y cada mes recibo exactamente la misma respuesta de nuestro sistema sanitario: “es que la regla duele”, “¿no has pensado en volver a tomarte la píldora?”.

No, no creo que hormonarme a ciegas para no incomodar al patriarcado sea la respuesta, y no, no me arrepiento de esta decisión por muy mal que lo pase cada mes. ¿Por qué? Porque es inaceptable que a día de hoy se normalice el sufrimiento de tantas personas y la única respuesta que recibamos sea un medicamento con tantas contraindicaciones y efectos secundarios permanentes en nuestros cuerpos. Porque sí, el causante de esto es el patriarcado, a mí no me caben dudas.  ¿La respuesta más hilarante que he recibido? Mi doctora de cabecera me aconsejó que tuviera un hijo para que los dolores revirtieran. Y no, no es una historia de hace años, eso sucedió el pasado febrero.

Así que me encuentro tumbada, y la rabia cada mes va creciendo más y más. Los dolores, el resto de síntomas, la impotencia, la frase “la regla duele” y la indiferencia hacia nosotras, se repiten. Me veo obligada a vivir en este día de la marmota perpetuo, al cual sobrevivo gracias a las redes de apoyo mutuo que he construido con otras personas que pasan por la misma situación. ¿Será una dismenorrea grave? ¿Un ovario poliquístico? ¿Endometriosis? La respuesta se me escapa, mientras deshidratada por los vómitos comprendo que una ecografía y una revisión exhaustiva de la situación serían mi salvación. Y, sin embargo, vivo esta tormenta desde la seguridad que me da ser ciudadana española, dado que nuestras compañeras migrantes ni siquiera tienen la posibilidad de acudir al hospital a que se les pinche primperan o cualquier medicación para parar los vómitos y disminuir los dolores.

Paso este primer día como buenamente puedo, siendo totalmente incapaz siquiera de darme una ducha, ya que la posibilidad de resbalarme estando sola en casa me produce un tremendo miedo. No me atrevo a beber, mucho menos a comer nada, dado que los vómitos son cada vez más fuertes y me agravan los calambres de la tripa. Y en medio de este sufrimiento resuenan en mí las palabras que me dijo un señoro ginecólogo hace unos años: “si te duele mucho puedes salir a correr”. Porque esta es la realidad por la que pasamos innumerables personas cada mes, nos encontramos con que no sólo tenemos que lidiar con nuestro cuadro clínico, sino también con las estupideces que nos sugieren que hagamos.

Cuando por fin soy capaz de beber algo, de tomarme diversas medicaciones (sin mucha esperanza en que vayan a surtir efecto), y por fin, empiezo a sentirme más persona, comprendo que el siguiente paso será intentar relajarme todo lo posible. Vendrán los inciensos, las esencias, la música tranquila, el vibrador para que haya algo de analgesia local y mis músculos por fin comiencen a relajarse.

Todo lo aquí relatado corresponde únicamente al primer día de mi última menstruación, la cual se me adelantó 10 días. Desde entonces, me recupero aún de este trance notando cómo físicamente estoy más débil. Pero tranquilxs, el próximo 25 de noviembre de 2020, después de esperar desde febrero, por fin me verán en ginecología. En el volante únicamente consta que se trata de una revisión y sospecho que, si le echáramos un vistazo a mi historia clínica, seguramente no figure nada de esto. A pesar de toda la pedagogía que he tenido que emplear con mi doctora de cabecera, toda una profesional empática (si dejamos el trance de la menstruación a un lado) que no ceja en su empeño de ignorar mis dolores.

 Una parte de mí no puede evitar predecir que ese 25 de noviembre abandonaré la consulta llorando de la impotencia porque, aunque quiero creer que a alguien debe importarle esta situación, que alguien de verdad me puede llegar a decir que esto no es normal, que la regla no duele, sé que he perdido la guerra antes incluso de presentarme a la batalla. Pero conmigo no va eso de claudicar.

Foto de María Page, 8 marzo 2020

Bárbara Durán-Bermúdez se describe como una arqueóloga precaria. Implicada en el proyecto Obreras sin fábrica, lleva militando en el movimiento asambleario vecinal desde el 2013. Actualmente participa en la Asociación Maraña Ciudad Pegaso, en la Asamblea Feminista y en la Asamblea Antifascista de San Blas-Canijellas, Madrid.

** La imagen que acompaña el texto es de @thebleedingproject

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