*por Tatiana Romero
El 8 de septiembre del 2022 a las 18:30 hora local, la BBC anunciaba el fallecimiento a los 96 años de la reina Isabel II de Inglaterra. Desde ese momento, Isabel se convirtió también en la reina de las redes. Sin duda la muerte de la monarca es un hecho histórico, el ex primer ministro Boris Johnson dijo que “parecía que sería inmortal” porque su figura siempre estaba ahí. Efectivamente, durante 7 décadas la corona británica estuvo representada por una mujer que sucedió al trono con solo 24 años.
Una mujer que nada tiene que ver con el feminismo, como de manera falaz están afirmando algunos medios del feminismo blanco. Poco importa que sea una mujer si su figura representa todo lo contrario al proyecto emancipador que llevan los feminismos en su seno, sobre todo los feminismos decoloniales, negros, marrones, indígenas y comunitarios. Es un absurdo en si mismo la sola idea de que la monarquía y el poder despótico que esta representa pueda estar ni mínimamente emparentada con el feminismo.
Y aun así, Isabel II causa una gran fascinación y su muerte está siendo, sin duda, el espectáculo más rentable de las últimas décadas.
La reina es el símbolo de una institución que se resiste a desaparecer. Para muchos es gracias a su desempeño que la monarquía británica logra mantenerse en pie, para otros ella es una institución en sí misma. Su “buen hacer”, su discreción y su vida dedicada a sus deberes y responsabilidades reales se han ganado la simpatía de sus súbditos y han compensado los “escándalos” de la familia real.
También se la ha descrito como un ícono de la moda del siglo XX. Los ríos de tinta que han corrido sobre los más de 5 mil sombreros que poseía, sobre su estilo “sobrio y elegante, pero colorido”, dan fe de ello. The Crown es en estos momentos la serie más vista en Netflix (aquí mismo estoy haciendo publicidad, supongo). La figura de Isabel II causa, ahora más que nunca, fascinación entre nosotras, las plebeyas. Que si su dieta estaba vigilada, sus horas de sueño, sus muestras de emocionalidad, su contacto físico con otros seres humanos, la forma de saludar con la mano, de inclinar la cabeza, incluso de mirar y mantener la vista alzada por sobre cualquier otra persona…del globo.
Sin embargo, Isabel II es mucho más que la monarca más longeva de la Historia del Reino Unido, mucho más que un fashion icon, o un referente de la cultura pop. Isabel II es la encarnación del mito imperial, la personificación del Imperio británico con todo lo que ello conlleva: colonización, esclavización, explotación y despojo. Isabel II es el símbolo de la violencia que la modernidad ha impuesto como civilización. Su imagen, literalmente, representa el supremacismo blanco, un sistema que clasifica de manera arbitraria, pero no inocente, a los seres humanos y las vidas, como de primera, de segunda o de tercera.
Gracias al racismo científico, un campo de investigación que nace en el siglo XIX para clasificar “biológicamente” a las llamadas subespecies y que es heredero de las taxonomías humanas realizadas por Lineo, fue posible una acumulación originaria de capital por despojo de dimensiones inconmensurables. Una acumulación de la que Isabel II y su descendencia siguen disfrutando. Sin tomar en cuenta que, este despojo fue además el motor de desarrollo de las economías de las así llamadas metrópolis; no olvidemos que las plantaciones, explotaciones y granjas eran el segundo pilar de las economías imperiales hasta bien entrado el siglo XX. En 1914, África pertenecía casi en su totalidad, a excepción de Etiopía y Liberia, a los imperios británico, francés, alemán, belga y en menor medida portugés. La adquisición de colonias era incluso un símbolo de estatus para los estados del norte global.
En Gran Bretaña, como señala el historiador Eric Hobsbawm, los desfiles militares eran especialmente “animados” gracias a la presencia de sijs tocados con turbantes, rajputs adornados con bigotes, sonrientes e implacables gurkas, espajís, un gran número de senegaleses y maharajás con joyas como súbditos leales: “el mundo bárbaro al servicio de la civilización”.
El Imperio británico fue el más extenso de la historia, estaba repartido en casi una tercera parte de la masa continental del planeta, así mismo en el siglo XX llegó a contar con unos 458 millones de habitantes. La expansión imperialista conocida como “Nuevo Imperialismo” que se inicia en 1875 y llega a su cenit en 1914 tiene implicaciones políticas, económicas, ideológicas, emocionales y raciales que llegan hasta nuestros días, la práctica más visible y sangrante es el asesinato de migrantes en las fronteras de los países enriquecidos por el expolio.
La muerte de la monarca llega en un momento en el que las comunidades racializadas, tanto en las calles como en las academias y la política, están pugnando por una revisión del pasado colonial británico y, ni los cortejos fúnebres, la pompa real o los apabullantes protocolos de la familia Windsor podrán acallar las voces de quienes exigimos la abolición de las monarquías, pero sobre todo, que los ex-imperios, hoy camuflados en figuras como la Mancomunidad de Naciones, asuman la responsabilidad legal que conlleva la reparación de los agravios infligidos por el colonialismo.
La reina ha muerto, pero el legado colonial pervive.