Por Maite Ledesma*
«Cantante es el que puede y cantor el que debe» Mercedes Sosa
El gobierno de la ciudad de Madrid organiza durante la semana del 4 a l 12 de octubre un “Festival de la Hispanidad” como forma de lavado de cara a un proceso colonial que supuso además de la invasión a Abya Yala, un genocidio violento que culminó en el extermino del 90 por ciento de la población originaria y el extractivismo y capitalismo racial. La siguiente es una reflexión sobre la identidad robada a través de la música en dicho “festival”.
En los últimos años, la comunidad migrante y las colectivas aliadas en Madrid han generado un espacio crítico en torno a la llamada “fiesta de la Hispanidad”. Con marchas y jornadas de descolonización, se busca confrontar una historia de colonialismo y racismo que aún permea nuestras sociedades. Este año, sin embargo, hemos visto cómo la Comunidad de Madrid intenta lavar su imagen, apropiándose de esas narrativas al invitar a artistas de Abya Yala a tocar en sus escenarios, y aunque no es la primera vez que lo hace, este año es especialmente contradictorio, a que el nombre del festival “en Madrid caben todos los acentos”, se contrapone con una realidad profundamente racista, en la que en cuanto alguien escucha tu acento te interpela con un, -vuélvete a tu país-.
Pero aquí hemos venido a hablar de música y del lugar que ocupa en estas dinámicas racistas, coloniales y extractivistas:
¿Se cuestionan los artistas a dónde van a tocar? ¿Reflexionan sobre el cartel que promocionan, o sobre la carga simbólica que lleva el evento?
Para muchos, puede que el simple hecho de compartir su arte en otro país sea motivo suficiente, pero la realidad es que gran parte del público que asiste a estos conciertos es migrante. Migrantes que, además de apoyar de manera directa el trabajo de estos artistas a través de la compra de entradas, sacrifican parte de sus ya limitados recursos para poder asistir. Para muchas personas de economías populares, estos eventos son “el gusto del mes”, un lujo que no siempre es accesible. Por eso, el hecho de que estos conciertos sean gratuitos lo hace aún más perverso, porque posiblemente sea la única forma de acceder a un concierto en la capital del reino.
¿Qué significa para un migrante asistir a un concierto de un artista con quien comparte la misma lengua o las mismas raíces culturales? En un contexto en el que muchas personas llevan años sin poder regresar a su tierra, ver, escuchar y bailar en su idioma, -y no me refiero solo al español, sino a todo un código cultural encerrado en un lenguaje particular- no es solo entretenimiento; es un acto profundamente trascendental, un momento de conexión con su identidad y con su “matria”.
Por eso, ver a artistas que amo y respeto bajo el cartel de la fiesta de la Hispanidad ha sido una gran decepción. ¿En qué momento la música dejó de ser política? ¿Dónde están las Mercedes Sosa, las Anita Tijoux, los Fela Kuti, Víctor Jara o los Bob Dylan de este tiempo? Artistas que usaban su arte como una herramienta de lucha y resistencia. Hoy en día, parece que la música ha sido absorbida por una industria que prioriza la rentabilidad sobre el mensaje, al punto de que aquellos ritmos que nacen del sufrimiento y la resistencia pueden acabar siendo utilizados para legitimar las mismas estructuras de opresión que originaron ese dolor.
Mientras que el lema “En Madrid caben todos los acentos” es repetido como una afirmación inclusiva, en la práctica el gobierno impone trabas en las leyes de extranjería que precarizan y excluyen a esa misma población
Un evento como la fiesta de la Hispanidad en Madrid es un ejemplo claro de cómo el poder político busca cooptar la cultura de resistencia, presentando un espejismo de inclusión que oculta la realidad. El hecho de que estos conciertos sean gratuitos no es un gesto de generosidad, sino un intento de invisibilizar las contradicciones profundas que existen en la ciudad. Estos eventos están financiados, en gran medida, por los impuestos de la clase trabajadora, en la que la población migrante juega un papel central. Mientras que el lema “En Madrid caben todos los acentos” es repetido como una afirmación inclusiva, en la práctica el gobierno impone trabas en las leyes de extranjería que precarizan y excluyen a esa misma población.
Es fácil señalar a quienes deciden asistir a los conciertos por ser gratuitos, pero la culpa no recae sobre ellos. El verdadero problema es la burla de una política que se esfuerza por explotar la diversidad cultural para crear una imagen de tolerancia, mientras niega los derechos fundamentales de las personas migrantes. El lema no es más que una fachada para ocultar las estructuras racistas que siguen vigentes. No necesitamos más espacios donde ser «visibilizados» o ser «el altavoz de las voces silenciadas», porque eso es caer en un paternalismo cultural que asume que necesitamos que otros nos ofrezcan esos espacios.
Es una trampa: te ofrecen un escenario pero te quitan la voz. Y al final, ¿quién arma la fiesta y para quién?
Lo que se olvida en todo esto es que hay quienes llevan años luchando en las calles, organizando contramarchas y jornadas de descolonización, enfrentándose al sistema que niega su existencia. Los y las artistas que deciden tocar en estos eventos no pueden ignorar lo que está en juego. No es posible mirar hacia otro lado en un día tan simbólico como el 12 de octubre, cuando ya existe una movilización en respuesta directa al colonialismo y a sus consecuencias actuales. Los y las artistas tienen la responsabilidad de preguntarse de qué lado están. No se puede fingir neutralidad, porque en el contexto actual, la neutralidad beneficia al opresor.
Sabemos bien que una artista tiene necesidades: vive en un mundo que le exige sobrevivir. Pero la cuestión es, hasta dónde uno está dispuesto a comprometer sus valores. Participar en estos eventos es, en cierta forma, legitimar una narrativa que sigue ridiculizando y minimizando las luchas de quienes se han enfrentado a la invisibilización, al racismo institucional y a la explotación. El arte, en lugar de resistir, se convierte en una herramienta para el poder. Y esa es la paradoja: la música que nace del sufrimiento de los pueblos colonizados se convierte en la banda sonora de la narrativa colonial que aún sigue viva.
En última instancia, hay que saber de qué lado te encontrás. Y aunque la industria trate de separar el arte de la política, lo cierto es que el arte nunca ha sido neutral. Cuando una artista decide tocar en un evento que celebra el colonialismo, está tomando una posición. Negarlo sería negar el poder de la música como herramienta de resistencia, como lenguaje de lucha, como memoria viva.
** La imagen que acompaña el texto es una intervención al cartel del Festival de la Hispanidad realizada por la colectiva descolonicémonos en Madrid.

Terapeuta manual, militante del sonido y el silencio «cada cuerpo tiene su propia música y yo la bailo y canto con las manos, con los pies, con mis antebrazos y el corazón».









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