Por: Lorena Gallego*
Ahí sentada, en los primeros escalones de unas largas escaleras de cerámica de color café que conectaban la casa grande con el agua del lago, el campo y los animales de la finca; estaba yo.
Jugando feliz y plácida con un sol fuertísimo que me quemaba la cara y los hombros. Jugando a la mamá que cocinaba con un cuchillo sin filo que mi mamá me había prestado.
Arrancaba las hojitas verdes y las florecitas que había alrededor de las escaleras y las picaba, para hacer, según yo, una rica y colorida ensalada que al final nadie comería.
Nunca había analizado por qué ese pedacito de la vida me hizo tan feliz, pero siempre que me piden recordar un buen momento de mi infancia ese es el primero que se me viene a la mente.
Ahora que lo pienso con detenimiento creo que fue lo soleado del día, lo caliente del suelo, la fresca brisa, el agua y las montañas que me servían de paisaje, la sensación de la textura de esas plantas machacadas en mis manos, el olor de mi «ensalada verde”; todos combinados mágicamente con el SILENCIO y la PAZ absoluta de ese momento íntimo y sublime donde sólo estábamos ELLA Y YO: mamá y yo.
Los demás se habían ido para el pueblo.
ÉL no estaba cerca y no apagaba la luz de mamá; Luz que yo mucho después entendería, iluminó la mía.
No había tensión. No había miedo.
ELLA estaba cerca. Dentro de la casa. En la cocina. Haciendo otra ensalada verde pero ésta sí de verdad, mientras me miraba por el rabito del ojo.
Complicidad.
Complicidad que ahora no existe, o simplemente está ausente.
Recuerdo feliz de infancia. Probablemente mezclado con imaginación. Probablemente no tan feliz. Probablemente la causa de mi intenso gusto por las ensaladas y una de las tantas causas de mi renacer feminista.
*Lorena Gallego R.
Cali, Colombia. Es Feminista – Abogada – Máster en Derechos Humanos.
**La imagen que acompaña este texto es de la ilustradora dominicana @gabydalessandro titulada «Como agua para chocolate.»
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