*Por Tatiana Romero
La magia del racismo y del clasismo en México es que no lo ves, que está tan naturalizado que pasa incluso desapercibido
Nací de una madre blanca, en una familia blanca del norte de México, pero soy prieta. Ni ojos verdes, ni nariz respingona, ni tez clara. Soy morena, de ojos oscuros y cabello negro; una mexicana promedio, vamos, una del montón.
Desde muy pequeña apre(he)ndí que no me parecía a mi familia materna. Que nada tenía que ver con los genes europeos que corrían por su sangre, haciendo de su imagen, de su cuerpo y de sus vidas, parte de la “gente bonita”, esos que lo tienen todo y si no, su simple aspecto les ayuda a conseguirlo. Porque ser blanca en México es tener ya la mitad del camino recorrido.
Asistí a un colegio de gente blanca, de hijas y nietas del exilio español. Un colegio privado, caro, en donde se supone “te mezclas con las de tu clase”. Resultará paradójico que una institución fundada por perseguidos políticos reproduzca y refuerce los privilegios tanto raciales como de clase, sin embargo, no hay paradoja: el colegio en el que me formé es un lugar en el que el colonialismo se palpa en cada aula, en cada festival de fin de curso, en cada verbena, en cada fiesta de cupleaños. El racismo y el clasismo sale de la boca de criaturas de 10 años cuando te llaman “pandrosa” por no llevar pantalones de marca, o chamarras con valor de 10 salarios mínimos. Cuando te apodan “horrendito” por ser moreno.
Porque somos progres, somos de izquierdas y nos pasamos los veranos alfabetizando en comunidades campesinas, haciendo alarde de un compromiso social que no tenemos, porque hasta de eso sabemos sacar rédito, mientras se nos llena la boca citando a Paulo Freire y nos sentimos superiores que el resto por ser más “críticos”.
El colegio en el que crecí y al que ciertamente le debo todo el capital cultural que a día de hoy poseo -porque privilegios de clase media educada tengo todos-, nos recuerda que quienes siguen estando arriba son las dignas herederas de la estirpe española, hoy como hace 500 años. Que las guapas son ellas, las populares, las exitosas, las que con 30 años han formado una familia con otro blanco -obviamente heteronormativa, como no podía ser de otro modo-, y les han nacido hijas blancas de ojos azules; las que viven en barrios de “gente bien” pero cosmopolita como la Condesa, la Roma o Polanco.
Esto es herencia de lo que se celebra el 12 de octubre en la Madre Patria: el racismo, el clasismo y la continuada explotación de la población originaria. La discriminación a los pueblos indios, el encono y la saña contra las mestizas, los insultos como “pinche india”, “prieta jodida”, “muerta de hambre”. Y poco importa que el gobierno mexicano haya querido revestir la fecha con un cariz multicultural declarando el 12 de octubre como “Día de la Nación Pluricultural”, porque esa fecha sigue siendo el símbolo del genocidio, exterminio y despojo de un sin fin de pueblos a manos de “la gente bonita”, la de antes, que sigue siendo la de ahora. Desde el siglo XVI el privilegio en México está vinculado a la procedencia.
La invención de un continente entero para llevar a cabo la empresa de acumulación originaria de capital por despojo trajo consigo la violencia estructural y la desigualdad que cada una de nosotras llevamos grabada en la piel, como marcas indelebles. Ese fue el momento en que nos convertimos en unas prietas jodidas muertas de hambre.
Propongo, hoy 12 de octubre, mirarnos y reflexionar sobre la reproducción de la discriminación, a mirarnos nuestros privilegios. Antes que exigirle a nadie “pedir perdón” por la conquista (que también es necesario) hagamos un acto de honestidad política y dejemos de echar balones fuera, porque si alguna vez, incluso solo en el pensamiento, nos ha asaltado la necesidad de decirle a alguien “pinche india”, independientemente de que pertenezcamos o no a la “gente bonita”, es que tenemos un problema grave y ese es el que compartimos todas y cada una de las mexicanas prietas: a escondidas frente al espejo, siempre hemos soñado con ser un poquito más blanquitas.