*Por Tatiana Romero
La ansiedad es sentir todo el peso del cielo sobre el cuerpo, pero sin ningún suelo firme bajo los pies para sostenerte.
Suele pasarme a las tres de la madrugada, a veces a las cuatro, pero siempre sucede en ese período de tiempo, (mi psicóloga me dijo hace mucho que es habitual porque es el momento en que estoy más relajada). Me despierto porque estoy soñando que no puedo respirar. Soy asmática y muchas veces cuando eso sucede es la forma que tiene mi cuerpo de decirme que vuelva a la conciencia porque estoy teniendo un ataque de asma, estoy acostumbrada. Sin embargo, cuando es la ansiedad la que me despierta y no la insuficiencia respiratoria real, la sensación es muy distinta y soy incapaz de volver a dormir.
Sueño que no puedo respirar y al abrir los ojos la presión en el pecho literalmente me ahoga, aunque no haya sibilancias ni otros síntomas bronquiales. Es como si tuviera una losa encima, una piedra enorme apretando mi tórax. Me duelen la clavícula y las 24 costillas que protegen mis un poco estropeados pulmones. Intento respirar y no puedo, me doy un chute de adrenalina en forma de corticoides como el symbicort y el ventolín y así parece que se pasa un poco (yo sé que me engaño, porque no tengo los bronquios cerrados).
Una vez que la respiración se calma, empieza el viaje en la cabeza, ese es el más difícil de parar. Comienzo con los pensamientos obsesivos.
Mi vida. Decisiones equivocadas. Veinte años que no sé todavía ni cómo han pasado. La violencia de la última relación. La “necesidad” de tener una pareja. Hacer daño y/o que me lo hagan. Las convenciones sociales. Los sentimientos que me desbordan. La felicidad ajena. La soledad. Mis amigas. Las vidas de mis amigas. Los abandonos. La migración. El desarraigo. Los amores a diez mil kilómetros. Mi madre que se hace mayor y está sola. Los papeles. Extranjería. La nostalgia. El dinero. La inflación. El tipo de cambio. Las facturas. El verano. El ventilador toda la noche. El invierno. La estufa de parafina. El radiador que no podré poner. La lista de la compra. La comida de mañana. Las deudas. El trabajo. Escribir. El síndrome de impostora. La tesis. La universidad. El doctorado. Lo que nunca será. Las decepciones. Las expectativas que nunca voy a poder llenar. Lo que ya nunca podrá ser.
Son casi las siete de la mañana, he pasado 4 horas con la cabeza a mil por hora. Durmiendo por momentos cortos o despierta todo el tiempo. Preguntándome cuál es el sentido de mi existencia. Para qué estoy aquí, aquí lejos de casa y aquí en el mundo. Imagino cómo sería mi vida si ya no estuviera. Ya no habría vida. No me da descanso, aunque tampoco me asusta. Paro de imaginar. Me duele la cabeza y los párpados me pesan, pero no puedo dormir más. Me pongo una grabación de esas para conciliar el sueño, es la voz de una mexicana, ese acento me calma, pero cuando el ataque de pánico llega no hay nada que pueda calmarme. Ni grabaciones, ni aplicaciones de móvil con hexágonos que se crean y se destruyen. Ni respiración abdominal.
Cuando el estado ansioso está metido en la tripa, como una solitaria de 4 metros de largo, y no un amago de miocarditis, puedo hacer cosas. Me tomo un diazepam. No voy a dormir pero me va a ayudar a empezar la jornada. Me hace efecto a las horas. Después del mediodía soy capaz de concentrarme un poco. Ordeno lo que tengo que hacer en mi calendario, eso me calma. Ordeno una y otra vez. Pego post-its en las paredes. Hago listas día tras día, con la esperanza de poder tachar algunas cosas, pero la vida no para, siempre hay más listas y siempre hay más cosas. Tengo síndrome de Diógenes de actividades, textos y proyectos. Sin ansiedad necesito ese ritmo vital, con ella me destroza. Nada sale como yo esperaba y la frustración me hace sentir culpable. Vuelta a empezar el círculo de la ansiedad.
Cuando tengo ataques de pánico durante el día es bastante más grave. No puedo mover mi cuerpo, mis músculos están entumecidos y siento que mi cerebro no logra comunicarse con mis extremidades, porque por más que quiera moverme no soy capaz de hacerlo. Pienso una y otra vez, mientras lloro desconsoladamente como forma de catalizar la ansiedad, que solo es cuestión de levantarme de la cama, silla o sofá en donde esté en ese momento. Pero todo es acero, frío, rígido. Rigor mortis, pero en vida. Me imagino en movimiento y no me reconozco en ese hacer. Olvido la práctica más básica y mecánica. Olvido todas las demás. La vida es una colección de prácticas y, cuando tu cerebro desconecta es imposible realizarlas.
Me da miedo salir a la calle, me parece un lugar hostil. Bueno, es que lo es. Los coches, la gente que me mira raro o que yo pienso que me miran raro. La gente que no me hace de espejo, con la que no me siento parte de un mismo mundo. La gente me mira porque estoy llorando. Lo descubro cuando siento mi cara mojada por las lágrimas. Me duelen los brazos y tengo las manos dormidas. Me duele el pecho. Me duele mucho. La ansiedad es como sentir el aire atravesando las costillas porque no hay piel que te proteja del mundo exterior. Cientos de cuchillos afilados clavándose en los huecos intercostales. Pienso que cualquier cambio en la temperatura, la velocidad o la fuerza del viento me va a reventar los pulmones traspasando las rendijas torácicas. Me pongo las manos en los costados, intento abrazarme a mi misma, apretarme fuerte mientras camino o me detengo en alguna esquina para tomar aire. Me duelen los pulmones al hincharse. Mejor no respirar, o respirar poco, lo suficiente para que la sangre se oxigene y llegue al cerebro y no caiga redonda en el suelo y me despedace como un jarrón que se estrella.
Vuelvo a casa, no puedo andar más de 700 metros. Cancelo planes, personas, actividades e ilusiones. Voy a la parada de autobús, no soy capaz de bajar al metro, de sentir también el peso del subsuelo sobre mi cuerpo. Y mientras espero el bus pienso que la ansiedad es eso también, estar esperando a que pase, a que se pase, mientras la vida sigue y todo lo demás se mueve.
La ansiedad es como llevar una granada en el pecho, sin saber jamás cuándo va a detonar.
Una granada es una pequeña y letal bomba personal… Como la ansiedad.