Por Lilit Lobos*
Juan era un hombre que era un objeto, -Eso no tiene nada de singular, como descubrir que el agua moja. – Me dirían muchas mujeres. Los hombres son objetos, por eso arrancamos los cabellos de las otras cuando intentan robárnoslos, escindirnos de nuestra propiedad.
Al comienzo no pude reconocerle esa condición, pocos hombres tan estimulantes intelectualmente había encontrado en mi largo peregrinar, el que inicié cuando en mi adolescencia me calcé unas zapatillas rojas y salí en busca del hombre, ese animal extraño que tan pocas veces se quedó en mi casita infantil. Entré al bosque determinada en mirar por dentro a esa bestia con más colmillos que dedos, ese artilugio destilado de abismo; tremebundo y atrayente.
A este hombre le conocí cuando frente a la multitud creaba con tan solo palabras, un mundo al que me fui a ser feliz por la eternidad de su relato, parecía un pequeño dios, o un Sátiro seduciéndome a vivir en la perfección de su oralidad.
Esa noche me llevó a su guarida, la sensación de despojo lo inundaba todo. Parecía que Juan recién hubiera estado huyendo de algo, parecía que en cualquier momento saldría corriendo hacia ese algo.
Recuerdo esa visita como si apenas hubiera pasado una semana, esa noche el sol salió y se escondió varias veces, pero para nuestro deseo de ser lengua la noche no se inmutó. Iridiscentes bajo la luna chupé su corazón, era dulce y destiló sangre de cuentos. Después en el claro del bosque donde lo conocí, contaría que, en tal acto por la fruición del roce lingual, había olvidado todos sus dolores. ¿Qué dolores? Debí haber preguntado, me hubiera evitado caer en este melodrama, pero ¿quién pregunta nimiedades mientras es vampira en el pecho de un brujo?
Debí preguntar entonces, pero me dije muchas veces -No preguntes niña tonta, si deseas ser feliz no preguntes. – Las mujeres siempre seremos víctimas de nuestro mejor invento: la curiosidad… Y pregunté.
La respuesta llegó a través de la mano que se metió en el buzón de mensajes del hombre. Era su dueña la Mercader que restregaba en mis ojos la prueba, esgrimía como trofeo el certificado de pertenencia, su rúbrica de hombre le daba autenticidad brillando enceguecedora, los corazoncitos con los que firmaba su condición de posesión me quemaron las retinas.
Juan no era él, era un objeto al que la Mercader dejaba vagar hasta el momento en que el aburrimiento con su propia, vida le incitaba a convocarlo para recrearse en sus ojos mientras pronunciaba la eterna frase -Espejito, espejito ¿Quién es la única a la que amas?- Solazándose en la respuesta hasta el tedio, cuando volvía a liberarle.
La muy cobarde ni siquiera me dio la cara. No es que fuera necesario, no acostumbro arrancar la piel a las amas de mis amantes. Sólo bajé la cabeza y lo devolví, descubriendo de repente que lo que creía una libre asociación entre un hombre y mujer, no era más que un préstamo de un cuento ya caducado. Objeto y todo ¡Cuánto quise quedármelo!
El pobre quedó confundido, creo que no comprendió la violencia de la transacción, aquello se le antojó lo más normal del mundo. Hacerse objeto es una metamorfosis de una complejidad tan basta que se ensombrece la certeza del ser. Hacerse objeto lleva su tiempo e inicia por la espalda, lento nos va tomando a través de pequeñitas transacciones con el otro, por eso muchos van por ahí pensándose humanos, cuando en realidad somos objetos con los cuales juegan nuestros amos.
*Lilit Lobos. Escribo, es la naturaleza de mi existencia. Ambivalente, antropóloga, feminista, mestiza y anarquista son algunas de las etiquetas que por momentos me sientan. Mi producción literaria es, a mi gusto, excesivamente amplia, en cantidad y temáticas, pero escribo por pura necesidad emocional, así que hasta ahora no me ha sido posible limitarme a un solo tema o género. Uno de mis mayores objetivos como escritora, es dar a conocer la escritura de otras mujeres, lo cual considero mi acción política feminista más importante.
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