Sobre mis privilegios

Creo que el tema de los privilegios cada vez está más presente en debates actuales feministas o no y ante ello hay reacciones diversas, señalamientos, negación, enojo, ira o aceptación en forma de reflexiones en facebook, entradas en blogs, comentarios en twitter y seguramente en otros espacios que no uso tanto porque ya tengo treinta y un años.

Para mí, reflexionar sobre mis privilegios ha traído grandes aprendizajes, algunos abrazados de dolencias y golpes de identidad, otros aprendizajes suavecitos y amorosos que me ayudan a no «regarla» tanto con mis amigas o las mujeres talentosas e inteligentes que conozco en los diferentes espacios en los que me desenvuelvo.

Mi camino en el feminismo ha sido un proceso gradual, su inicio formal tiene lugar en un salón de clases en la Universidad con la materia de psicología y género levantando la mano para decir: «Pero profesora, ya tenemos igualdad, las mujeres ya estamos insertas en el ámbito laboral y cada vez las cosas son más parejas» (No se preocupen pueden sentir pena por mí, yo también lo hago cuando pienso en esa yo del pasado).

Asumirme feminista y empezar a visualizar mis opresiones fue, como para muchas, un proceso doloroso, me hizo cuestionar mi identidad, esa que hasta ese momento me cegaba y no me dejaba ver a quienes me violentaban, me protegía del dolor de asumir mi realidad pero paradójicamente me ponía en riesgo. En ese inicio pensar en los privilegios no hubiera tenido ningún sentido para mí ¿Cuáles? Si yo sentía que la estaba pasando tan mal.

Pero ahí está el error, los privilegios no son un constructo abstracto y subjetivo, son situaciones, hechos sociales. Roxane Gay dice que:

«el privilegio es un derecho o una inmunidad concedida como beneficio, ventaja o favor especial»

El problema es que entendemos que tener privilegios es igual a que automáticamente nos va bien en la vida, que gracias a ellos no vamos a experimentar dolor, angustia o dificultad alguna. Además nuestras experiencias reales de dolor, nos encierran en burbujas que no nos permiten ver más allá.

Cuando yo salí de la casa familiar porque me dio miedo que mi hermano abusara de mí ¡Otra vez! no me sentí para nada privilegiada. Sin embargo, había ido a una escuela particular hasta la secundaria y gracias a ello y a su gran bondad (porque no tenían que hacerlo) los padres de una amiga me recibieron en su casa como a una hija.

En mi dolor yo no podía pensar en otras realidades, sólo en resolver mis dolencias y mi situación. Me tomo un tiempo preguntarme ¿qué pasaba con las chicas que vivían abuso y que no tenían un cuarto propio en casa o un closet donde llorar, que tal vez incluso compartían su habitación con su violador? ¿Qué hubiera sido de mí, si además de lo que me pasó, hubiera vivido pobreza o si tuviera rasgos indígenas? Seguro no habría conseguido trabajo tan rápidamente como lo hice y habría sido más complicado forjar mi independencia económica.

Considero que por algún tiempo negué los privilegios, porque implicaba volver a cuestionar mi identidad ¿Cómo que yo con todo mi esfuerzo y habilidades no era 100% responsable de haber salido de mi crisis?

Si de algo me arrepiento en la vida es de haber dicho frente a algunos universitarios del Estado de México «Que con esfuerzo podían llegar a donde querían» tomándome como ejemplo. Yo, que tuve mis primeros trabajos desde los 16 años, yo que me había esforzado tanto trabajando en la Universidad y pagando mi renta  (no se preocupen pueden volver a sentir pena por mí) lo que debí entender es que el Estado de México vive una situación de violencia y desigualdad que no se compara con la Ciudad de México, que ellas y ellos merecían todo mi respeto por haber llegado a la Universidad en ese contexto de tanta desigualdad. Por estadística seguramente en la sala había alguna chica que compartía mi vivencia de abuso intrafamiliar, pero con menos privilegios y menos plataformas para conseguir redes y trabajo para ser independiente y apartarse del contexto familiar. ¿Qué hacía yo mintiéndoles con mi discurso meritocrático?

Uno de los grandes beneficios que he encontrado de visibilizar mis privilegios es saber cuando callar mi bocota (A veces todavía me falla). Así como los varones no tienen nada que hacer hablando de nuestras opresiones, dictando talleres o dando opiniones que nadie les pidió, yo no tengo nada que hacer hablando de opresión indígena, de gordofobia, sencillamente porque no son temas que me hayan oprimido, mi papel es leer, observar y callar.

Lo que sí considero que me toca es contar las opresiones que viví desde el cuerpo, hablar, validar mi experiencia y aprendizajes con el abuso sexual infantil, el acoso sexual, la violencia institucional etcétera. Y me toca también mirarme en contexto,  buscar la congruencia de mis actos cuando me encuentro con mujeres que viven situaciones de opresión que yo ni imagino.

Los privilegios pueden ser cegueras que nos nublan el entendimiento de la otra si lo permitimos, no hace falta que pidamos perdón por tenerlos, pero sí que dejemos de querer explicar las realidades de las otras cuando no las entendemos realmente. Hace falta ponerlos al servicio de las otras, cuando nos lo pidan, vomitar nuestro individualismo y dejar de emitir discursos tipo el Ted talk de Karla Souza.

*Cita del libro Confesiones de una mala feminista de Roxane Gay, Planeta 2017

-Eliza Tabares – Síguela en  Facebook Twitter Instagram