Por: Julieta Mellano*
Refugiada en mi propia casa, confinada en la sala, con mis cosas revueltas por todas partes: mi toalla secándose en un sillón, el alcohol-matamosquitos-cremas-termómetro detrás mío lo más cerca posible, ropa por si en algún momento el sudor convertía en inhabitable lo que traía puesto y una virgen de Guadalupe haciendo de cabecera de mi “cama”. Pasé días enteros y noches oscurísimas ahí, en ése que ahora era “mi espacio”, una porción de la casa que paradójicamente no era un rincón, sino el centro de la misma. Desde ahí puede parecer que una está aunque no esté del todo. Podría haberme quedado en otro espacio, un cuartito que hay en otro lado, seguramente más cómodo. Pero es que no quería aislarme más, no quería separarme más de lo que estaba en movimiento.
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Había logrado regresar a México luego de un tiempo en Buenos Aires y de días de aislamiento obligatorio en la casa de mis viejos. A pesar de las dificultades que implicaba regresar a una dinámica y una vida que se parecen más a la adolescencia que al presente y con sensaciones de todo tipo por la excepcionalidad que se vive, la noche que me avisaron que podía regresar en un vuelo de repatriación (tengo la residencia permanente por unidad familiar e investigo en la Universidad Nacional) la decisión no fue tan fácil. Como siempre “el volver” no es lineal; nunca se deja de volver y nunca nos dejamos de ir. Cuando estoy más optimista pienso en dos y cuando no, pienso en la mitad. Eso que dejo atrás, esa parte de todo lo que soy que se queda en otro lado. Y para colmo en un contexto de incertidumbre, fatalidades, angustias, decepciones, nihilismo. Finalmente a un correo que decía:
«Julieta si estás en posibilidades de estar mañana a las 6 en retiro con tus cosas, mándame tu nombre completo, número de pasaporte y fecha de nacimiento. Sólo puedes llevar hasta 25kg en dos bultos.
Respondí que sí, que 6pm podría estar ahí (eran las 11 de la noche)
6 de la mañana. Te mandaríamos un salvoconducto
Bueno, ahí entendí que mi decisión tenía consecuencias inmediatas, como en un programa de preguntas y respuestas. Aunque siempre tengo en la cabeza eso de elegir vivir entre uno y otro país, nunca antes había visto tan de frente ese mapa. Y no había tiempo: ni para pensarlo demasiado, ni para despedirme (aunque desde el primer día de aislamiento de alguna forma ya nos habíamos despedido de parte de esta vida), ni para comprar vino y alfajores. Sólo tuve tiempo para armar de una manera muy precaria mi valija, dejar de lado un montón de cosas que pensaba transportar (libros, cosas de mi abuela que siempre me llevo, ropa vieja que esta vez decido volver a usar y hasta unas planchas de papel fotográfico para revelar…siempre encuentro alguna cosa que a primera vista parece inútil transportar 8mil kms, pero hay algo de lo originario que no alcanza con una explicación racional) y tomar mate con mi familia hasta las 5 de la mañana. Mi papá se vistió como oficinista o como remisero serio, por ahí algo de volverse a poner pantalón, cinturón y camisa le devolvía cierta seguridad y confianza perdidas entre tantos días de piyama, chancletas y shorts. Salimos con tiempo, por si nos paraba la policía, llevábamos varias copias del “salvoconducto”. Íbamos por Juan B Justo y parecía que viajábamos en un túnel, clandestinamente, hacia un destino desconocido a punto de cumplir una tarea misteriosa. Y estábamos en silencio.
Yo pensaba que mi viejo estaba triste porque me iba -y por ahí en el fondo lo estaba- pero me contestó que le angustiaba todo lo que estaba pasando, que le parecía estar viviendo en una farsa constante y que eso lo desconcertaba. No sé bien por qué, desde chica tengo en mi mente una escenografía particular para una de mis repetidas pesadillas: una calle vacía (la calle es de mi barrio), un contenedor de basura gigante y fogatas enormes, como en el Fahrenheit de Bradbury. Mientras miraba por la ventanilla del auto, así veía la ciudad, así parecían todas las calles. Andábamos los dos callados y se pensaba para suspirar. Y acabo de recordar que a mi viejo le decían Montag, no? Lo único bueno de todo esto, era que mi despedida no estaba siendo lo central esa madrugada y no tenía que cargar con ese peso de la última vez que mirás para atrás y sonreís, intentando disimular la nostalgia y poniendo una cara neutral, como de que estoy bien, pero no tan bien como para sentirme feliz de irme de donde vengo. En fin, escenas difíciles de aeropuertos natales.
Julieta. Es un vuelo de la fuerza aérea mexicana. Saldrá temprano en la mañana. Habrá un operativo con colectivos para llevarlos al aeropuerto ahí frente a la torre de los ingleses. Solo puedes llevar hasta 25kg en dos bultos.
Llegamos a Retiro
Eso era todo lo que yo sabía y cuando llegué no había mucha más información. Era de noche, había mucha gente con barbijos, sin hablar, no parecían muy felices aunque yo entendía que sí. Y ahí me asignaron un micro, un número de avión (el dos) y me despedí de mi viejo, mientras él seguía mirando la ciudad como si tuviera la capacidad de ver a través de los edificios, a través de la mente de la gente, para encontrar una respuesta a lo que estaba pasándonos. Y yo saludando a la ciudad de mis amores, que me había retenido sin que pudiese chistar, y me había dejado ahí en Floresta desafiando los límites de la paciencia, la edad y el amor.
Nos cambiaron de micro varias veces y luego de una hora salimos para Ezeiza. Seguían sin darnos mucha información y la gente no parecía muy inquieta por eso, sólo querían llegar a sus casas. Y yo de vuelta: cuál es mi casa realmente? Me estoy regresando de mi patria en un vuelo de repatriación a la otra punta de este continente? La decisión ya estaba tomada y de verdad que yo ansiaba el momento de llegar a la casita del campo, a ver a mi compañero, mi perra, mis libros, mis cosas, comer tortilla y aguacate, y tomar aguas de sabor. Así como ya extrañaba los alfajores y vinos que no había podido comprar. De esos dilemas con los que voy aprendiendo a convivir; el doble o la mitad, depende el día. Y en Ezeiza todo raro, todo reducido, todo de otra época. Un check-in artesanal con un ticket de cartón escrito a mano. Miraba a los que nos atendían en el mostrador con ganas de que fuesen quienes me saludaran antes de entrar a migración, que hiciesen las veces de mis papás o de mis amiguxs esa vez que me fui por primera vez, alguien que guardara esa imagen como yo. Y luego vino la fila y las personas vestidas como astronautas dándonos barbijos y tirándonos litros de alcohol en gel en los brazos, y tomándonos la fiebre y haciéndonos completar un formulario de que todo estaba bien y que no teníamos ninguna chance de estar enfermos, ni antes ni después de la pandemia. Ficciones que autocomplacían nuestra decisión de estar tomando un avión en estas fechas.
Y ya por subir al avión, los astronautas nos grababan y arriba nos entregaban bolsitas con dos porciones de: sánguche, manzana, bocadito y gaseosa. Ansiosa por abrirla, aunque hacía cálculos de horas de vuelo-ansiedad-hambre, una alerta en altavoz solucionaba mis dudas: “sólo se podrá comer en el momento que nosotros dispongamos y tendrán media hora para hacerlo; primero comerán los de los costados y luego los asientos del medio.” Listo, nada librado a nuestra decisión. Mientras se terminaba de checar el avión, veía a los astronautas y se me cruzaban sentimientos extraños, pero uno de ellos era: si están así vestidos y nosotros no, qué significará? Era una cosa tonta, pero para alguien que ha decidido montarse en un vuelo con 150 personas y que está más pendiente de llegar y dejar atrás este episodio, el contagio no es lo primero que se asoma por la mente.
Antes de despegar, otra vez el altavoz aclarando la ruta del vuelo y diciendo cosas patrióticas que no recuerdo bien, y entre tanto, en el asiento del otro lado del pasillo aparece una bandera de México y una de las astronautas me pregunta si soy mexicana y puedo sostenerla. Ay, cuántas disyuntivas se presentan en este contexto, no es fácil responder a esa pregunta. “No, no soy mexicana, pero sí puedo sujetarla”
Claro, además la cara del muchacho del otro lado del pasillo con unas ganas de hacer de ese día su gesta nacionalista y yo no lo iba a cagar con mi dilema existencial, ni con mis posiciones contradictorias en torno a la patria, las Fuerzas Armadas, México, Argentina y América Latina. La sostuve, agaché un poco la cabeza para que no se me viera en la foto, y no pude contener una sonrisa. Es que la gente estaba realmente emocionada y yo no era indiferente a eso.
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*Julieta Mellano. Argentina en México, historiadora, feminista, militante popular. Sobrepsicoanalizada y siempre en busca de nuevos dilemas existenciales.
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