
Por Tatiana Romero
En Berlín, mi sodoma particular, me descubrí extranjera, exótica, inferior.
Pienso en Chimamanda Ngozi Adichie, quien en Americanah explica que ella no fue negra hasta que llegó a Estados Unidos de América. Así yo nunca me sentí exótica hasta que pisé suelo alemán, con toda la inferioridad que conlleva el exotismo. Con toda la carga simbólica que trae consigo ser descrita como una persona “temperamental”, una y yo otra vez escuchaba la misma frase en alemán “tienes un gran temperamento”, pero de intelecto, nada, ya se sabe que la emoción nubla la razón. En contraposición a la templanza germana yo era poco menos que “fogosa”.
Mis años en Europa, me han llevado a entender que me relaciono con este mundo desde la racialización y la migración. Por la calle, la gente de bien me mira desde ese lugar privilegiado y reaccionario que es la blanquitud. Se desprecia mi carne morena, prieta, como despectivamente se dice en México. Con una madre blanquísima no queda más que mirarse en el espejo, como lo hice yo durante toda mi infancia, esperando a la mañana siguiente despertar blanca, delgada, con los ojos claros: ser la digna hija de mi madre. Pero abres los ojos y sigues sin parecerte a ella, entonces, no queda más que creer que eres la hija de la trabajadora doméstica, que no perteneces al selecto club de la “gente bonita”. Escribo esto haciendo alarde de todo el racismo y clasismo que habita en cada mexicana. Somos cuerpos productos de la colonización, oprimidas y opresoras, racistas hasta el tuétano. Todas acomplejadas. 1
Mis años en las universidades europeas, (sé que hablo desde el privilegio que me da la clase, sé que escribo desde el aburguesamiento más sudaka, el destino manifiesto de una sana hija de la clase media latinoamericana: estudiar en Europa) me han hecho entender que no importa cuánto me esfuerce, ni cuántos idiomas hablo, ni cuánto haya leído, ni cuán burguesa sea mi educación. Cuando en un espacio académico se alaba mi buen alemán, soy sudaka, cuando se corrige mi “mal” castellano, soy sudaka. Cuando se dice en mi cara, “la pérdida de las colonias” en lugar de “Independencias latinoamericanas”, me hierve la sangre.
Soy un cuerpo producto de la colonización. Soy sudaka, aunque México sea Norteamérica, y cuando me relaciono afectivamente sé que se me lee desde ahí. Desde mi educación sentimental de telenovela y mis construcciones amatorias reguetoneras y así, se me descalifica.2 Sé que se espera de mí que cada relación me despedace, que sobreviva a las rupturas a base de mezcal y Chavela Vargas. Encarno el cliché, las mejores borracheras de mi vida y las más sanadoras han sido
escuchando la voz de La Chamana entonando “Un mundo raro”.
Soy un cuerpo colonizado producto de la acumulación originaria de capital
por despojo. Soy producto de la idea de “raza” como base material e intelectual de
la colonización.
Soy el producto de una modernidad descarnada que además nos lanza a todas nosotras, tercermundistas, a la precariedad, a la pobreza. Es desde ahí, desde donde nace la rabia. Ese profundo rencor de clase, motor de todas las rebeliones, las personales y las colectivas. Mi rebelión es reivindicarme sudaka, mi venganza es usurpar y traspasar sus fronteras, ser puta y prieta. El (h)amor propio de la migrante indeseada, que dota de sentido la afirmación: sí soy perra, sí soy perra, sí soy sudaka.
*Texto extraído de (h)amor en los márgenes. Publicado en VV.AA. (h)amor4 propio. (2019) Editorial Continta Me Tienes
1Utilizo el concepto de Frantz Fanon de complejo de inferioridad que deviene de la colonización. él lo caracteriza como un complejo masivo psico-existencial. Producto de un proceso económico y de
interiorización o “epidermización” de dicha inferioridad. Fanon, Frantz, Piel negra, máscaras blancas,
Madrid, Akal, 2009. Fecha de primera publicación 1952.
2Lucía Egaña tiene un magnífico texto sobre la descalificación de nuestras formas sudakas de amar. Lucía Egaña Rojas, “Hago más traducciones que las malditas naciones unidas, de mierda”, en Rojas Miranda Leticia y Francisco Godoy Vega (eds.), No existe sexo sin racialización, Madrid, 2017, pp. 64-73.
Lo que pasó en Abya Yala fue horrible y es un desastre que se conmemore cada año. Seguimos hoy día viviendo en una sociedad donde imperan el racismo y el heteropatriarcado. Hay que cambiar este mundo. Estoy convencido de que una nueva religión atea/agnóstica, no dogmática, feminista, antirracista, ecologista y aliada de los movimientos LGTBIQ+ puede ser muy útil. Podría convertirse en una alternativa al laicismo individualista que domina en amplios grupos de Europa Occidental, Australia y Nueva Zelanda y en pequeños sectores de la población de todo el mundo. Una perfecta excusa para construir comunidades no opresoras ( ni machistas ni racistas ni heteronormativas) en un movimiento organizado alternativo a las religiones viejas. Escribo en infinito5.home.blog sobre ella.
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