Una intrusa entre la blanquitud

Desde aquél día inesperado que te robe un peso de amor y mi amor sigue encarcelado en tu corazón. Los Llayras

La blanquitud es cabrona. 

Nos pasamos toda la vida, casi sin darnos cuenta, haciendo constantemente méritos para intentar aunque sea rozarla con la punta de los dedos. 

Intentando que no se nos note lo prietas nos compramos la crema clarant B3 de Ponds que según la publicidad “aclara tu piel en 4 semanas”. Yo la usé alguna que otra vez, o por lo menos me la compré, pero siempre se quedaba ahí arrumbada en un rincón porque eso de las rutinas de belleza no se me da muy bien. Nunca me aclaró la cara, el chiste se cuenta solo, ni aunque me embarrara la crema esa todo el santo día se me iba a quitar este tono moreno. No sé cuántas veces lo he contado ya, pero ahí va de nuevo: yo me pasé muchos años deseando abrir los ojos por la mañana y ser más blanquita, más como mi madre. 

Crecemos intentando que no se nos note el barrio, corriendo sin mirar atrás si es que podemos salir del sitio donde nacimos, de la clase donde nacimos, de la gente y las calles que nos vieron crecer. Yo nunca conté a nadie, hasta que dejé de vivir en México y comencé a pensar(me) y pensar el mundo en términos de clase y mucho más tarde en términos de racialización de la clase, que mi padre nació y creció en Tepito, Barrio bravo de la Ciudad de México. El mismo barrio al que llegué recién nacida y en donde mi papá vivió hasta que yo cumplí 13 años, ahí pasé todos los fines de semana de mi infancia, con los puestos a una cuadra de distancia y la Lagunilla a un par más. El mismo barrio en el que me sueño, que se me aparece como un lugar de protección y de cuidados. El barrio al que mi abuela llegó después de casada. El barrio de las fiestas en la calle, de los sonideros, de las vecindades. Ese barrio en el que la blanquitud ve delincuencia, es el barrio de mi infancia. 

Pero yo siempre he sido una intrusa entre la blanquitud, habitándola desde muy pequeña también, respirándola, recibiendo sus violencias día tras día, año tras año. En el colegio, en mi familia, con las que se hacían llamar mis amigas. Todas sabíamos que yo era distinta. Desde esa primera vez en que me llamaron pandrosa, hasta que entré en la universidad pública, en donde la de los privilegios era yo. Sin embargo, cuando miro a esos años que suelen ser los más difíciles, esos en los que estas intentando encontrar tu lugar en el mundo, a mi me negaban el mío porque yo no cumplía con los mandatos de la clase ni de la blanquitud. Si hubiera sido por lo menos solo uno tal vez me la habrían perdonado, pero las dos juntas, prieta y clasemediera, eso no se perdonaba en el Colegio Madrid.

Ya he hablado en otros textos de mi paso por el privilegio blanco, privilegio que creí haber heredado de la familia de mi madre a pesar del color de mi piel, pero que siempre fue traicionero, inestable. Una especie de refuerzo intermitente en mi vida. Una autopista de cobro en la que yo corría a toda velocidad pero para la que nunca me alcanzaba el dinero, ni la gasolina. Casi siempre me atoraba en alguno de los puestos de peaje, en alguna caseta de cobro y me tocaba volver a empezar desde la casilla de salida. Así una y otra vez.

La blanquitud es cabrona, porque ha intentado borrar de dónde vengo, de dónde viene mi padre, de dónde una de las personas a las que más he querido, mi abuela paterna. 

Mi abuela Cecilia y yo en un bautizo por allá del año 2002

Mi abuela Cecilia llegó a la Ciudad de México con dos años y su familia se instaló en la Colonia Guerrero, en el cruce de la calle Sol y Zarco. Barrio obrero y hasta hace poco una de las colonias más estigmatizadas de la CDMX. En los últimos años la gentrificación acecha ese barrio con gran arraigo social y popular, no por nada tiene orígenes prehispánicos y es de las colonias más antiguas en el trazado moderno de la ciudad. Mi abuela siempre me contaba de la Guerrero, pero los recuerdos son ya una nebulosa en mi cabeza. Ha tenido que recordarme mi padre que después de vivir en Zarco, ya casada, se fue para Lecumberri 77, también en el centro de la ciudad. Cuando busco en maps la dirección me aparece una vecindad que, asumo allá por los años 40 ya lo era. No muy lejos está el Palacio Negro de Lecumberri, que fue penitenciaria cuando ella vivía a solo unas cuadras. En el barrio se conocía como «la peni» y hay una larga calle con ese nombre que cruza todo el barrio; yo me acuerdo de mi papá hablando de los tacos de la peni. Finalmente Cecilia recaló en la casa que nos vio nacer a los dos en la calle de Costa Rica 140, colonia Morelos, barrio de Tepito. Mi abuela paso casi toda su vida viviendo en el centro de la Ciudad de México, apenas y se movio entre barrios aledaños. Tenía lealtades antañas, con el carnicero, la panadería, el mercado de Martínez de la Torre, que no era el más cercano pero sí donde a ella le gustaba comprar.

Mi papá vivió los años de gloria de los sonideros, Sonido La Changa, Sonido Casablanca y en sus primeros años Sonido Duende. Desde los 17 años iba a los bailes, ahí en Tepito pero también en Peñón de los Baños, mejor conocida en nuestros días como Little Colombia. La cultura sonidera ha intentado ser arrebatada por la pinche blanquitud, pero se llevan solo la música, no todo lo que está alrededor de ella. La comunidad, la colectividad, el orgullo de barrio y de clase trabajadora y también el rencor, motor de revoluciones, porque sí somos unos pinches prietos resentidos ¿y qué? ¿Cuál es su pedo?

 Sé que de ahí me viene mi amor por esos ritmos que, cuando yo todavía era una niña, en la casa de mi mamá se denominaban como “música de nacos”. De esos bailes y de esos ritmos me viene el pedigrí que a día de hoy con mucho orgullo yo reivindico: puro tepiteña, puro sonidera. Yo aprendí a bailar viendo a mis mayores en los patios de la vecindad, no en los antros fresas a donde ha llegado recientemente el power sonidero. Una parte de mí sigue en esas calles, en esos puestos, en esos años que a través de la sangre mi papá me heredó y que sin saberlo hoy es lo que me hace agarrarme a mi identidad tan lejos de esa Ciudad Monstruo, donde está mi querencia y también, mis lealtades más profundas. Esa Ciudad que la blanquitud desprecia y que para muchas de nosotras, prietas resentidas en el exilio es una asidero entre tanto pinche ruido. 

La cultura sonidera ha intentado ser arrebatada por la pinche blanquitud, pero se llevan solo la música, no todo lo que está alrededor de ella. La comunidad, la colectividad, el orgullo de barrio y de clase trabajadora y también el rencor, motor de revoluciones, porque sí somos unos pinches prietos resentidos ¿y qué? ¿Cuál es su pedo?

Cuando la cumbia llegó al mundo fresa, a los colegios privados y las fiestas de Filos de la UNAM, cuando la salsa se escuchaba en San Jerónimo, o la guaracha en el Pedregal yo ya era una experta en la materia, y mis sangre y mis pies, mis caderas  y mis poros y mi sudor exudaban mi secreto; porque lo más cabrón de la blanquitud es que nos hace avergonzarnos de nosotras mismas, de nuestra piel morena, de nuestros orígenes de clase trabajadora. Yo había tenido una doble vida, viviendo entre blancas, criada por una madre tan blanca que me hacía parecer más prieta, parida por una blanca que al darme a luz hackeo sus privilegios, pero que no supo protegerme de toda la violencia racista, incluso de la suya cuando me decía que yo no era morena sino “apiñonada”. 

La blanquitud es cabrona, pero menos mal que vamos aprendiendo a desactivar sus mecanismos de control y sus dispositivos de sumisión. Hemos sobrevivido y en ese sobrevivir nos hemos encontrado muchas prietas resentidas, prietas que hemos pasado años renegando de nuestros orígenes, que hemos sido clasistas y racistas porque eso era la norma, lo que puntuaba. Que envidiábamos la piel clara, el pelo rubio y liso, los cuerpos delgados, espigados, los ojos claros. Las casas en Valle de Bravo, Tepoz o Cuerna. Las que (nos) hemos mentido para ser aceptadas aunque fuera solo por un ratito. Las que hemos aspirado a una movilidad social y una ascensión de clases que nunca es real. Las que hemos vivido la constante contradicción en el cuerpo.

Mi padre salió del barrio. Su madre estudió magisterio y llegó a ser directora de una escuela primaria, él terminó sus estudios en el Politécnico Nacional y encontró una buena chamba que le dió unas condiciones materiales que a su vez le permitieron pagarme uno de los colegios privados más caros de la Ciudad de México, lo que a mí me dio un montón de privilegios de clase que él nunca tuvo. Mi madre renunció a su propia clase, hizo el recorrido inverso, lo que a mi me dio un capital social y cultural que a día de hoy mantengo. Mi mamá tiene un hábitus que la hace seguir en el mismo lugar de privilegio aún ganando 4 veces menos que mi padre, mi padre lleva la cadencia del barrio en su lenguaje, para mí es entrañable escucharle hablar (en poquísimos momentos) ese chilango tan de barrio, tan tepiteño y también tan de antes. Y cada uno a su manera han marcado este cuerpo atravesado y desarraigado que soy hoy. 

Sin embargo, cuando la nostalgia arrecia, cuando el dolor por la distancia me quita el aire, es una cumbia lo que me devuelve a la vida. 

La blanquitud es cabrona, pero yo llevo toda la vida siendo una intrusa y eso, espero, sirva de algo para hacerla saltar por los aires.

Obviamente siempre a golpe de cadera.