Por Dra. Gabriela Bard Wigdor*
Durante décadas el movimiento feminista argentino pelea por instalar social y judicialmente la urgencia de la legalización y efectivo acceso al derecho a interrumpir un embarazo no deseado por parte de las mujeres y sujetos potencialmente gestantes. Gracias al activismo y a años de investigaciones feministas, a la ocupación de las calles y debates públicas, este junio del año 2018, se logró una importante, aunque parcial victoria: la media sanción en diputados para la ley que propone legalizar el acceso a un aborto seguro, gratuito y en hospitales público. De esta lucha mucho se habla y más se ha escrito en este tiempo, pero quiero abordar el debate desde un nuevo punto de vista, planteando por lo menos por dos motivos principales:
En primer lugar, la media sanción significa un gran avance en materia de ampliación de la autonomía limitada de las mujeres sobre su cuerpo, capacidad de decidir y planificar cuándo y con quienes reproducirse, así como en el protagonismo sobre sus deseos y el derecho al gozo sexual sin el mandato de la maternidad obligatoria. Además, como ya dije al inicio, porque esta conquista es fruto de la organización colectiva y la lucha histórica de las mujeres y colectivos LGTTTBQI, lo que se materializa en la masividad con que se volcaron las nuevas generaciones de mujeres y sexualidades disidentes a las calles.
En segundo lugar, porque la discusión y el activismo detrás de la legalización del aborto, comienza a evidenciar, quizás sin ser del todo consciente, algunos desafíos sobre los que me gustaría reflexionar en este ensayo, comenzando por el hecho de que las mujeres no somos iguales, ya que nos atraviesan diferentes situaciones (intersecciones) que nos posicionan diferente frente a mismos derechos y vulneraciones, que podemos comenzar a comprender tras la consigna de la campaña por el aborto, a través de un discurso difundido en las redes sociales, medios de comunicación y activismos, en el cual se argumentaba que la discusión pública no era “aborto sí o aborto no”, sino que la sociedad debía decidir sobre el modo en que las mujeres más vulneradas económica y socialmente, debían interrumpir los embarazados no deseados. En efecto, creo que es este uno de los mayores logros discursivos del feminismo en este tema, visibilizar que las diferentes situaciones que atraviesan a las mujeres, en razón de su clase, género, raza, etnia, generación, entre otras, las cuales condicionan las oportunidades de vivir, no solo dignamente, sino de sobrevivir literalmente. Es decir, detrás de una misma práctica, como es abortar, se tejen una serie de desigualdades que no podemos ignorar y que muestran las desigualdades entre personas potenciales gestantes.
En ese sentido, no podemos olvidar de qué manera los movimientos feministas vienen siendo hegemonizados por las feministas institucionalistas, blancas, de clase media-alta, “ilustradas”, cuyos aportes a la lucha por la estatalidad de los reclamos ha sido central e importante, pero que deben atender a que la institucionalización de un derecho, no significa su real acceso para todas. Esto último lo demuestra la historia, si miramos que la igualdad ante la ley es falsamente universalista, no ha permitido cambios estructurales en la situación de exclusión de las mujeres por muchos motivos, entre ellos, por las desigualdades de clase, generación, raciales, étnicas, con las que partimos a andar esta carrera que es la vida.
Asimismo, nos encontramos que, en el caso puntual de la posible legalización del aborto, así como en otras leyes y políticas públicas también, no basta con la letra de la ley, se necesitan recursos y voluntad política del Estado y sus efectores concretos para garantizar su implementación, sobre todo en instituciones que generalmente son administradas por varones y mujeres cisgénero, blancos/as y heterosexuales (piensen en quienes trabajan a diario en los hospitales). Las prácticas cotidianas de estos/as efectores de la salud no pueden ser totalmente punidas ni controladas, por lo que las grandes batallas recién inician y son tanto judiciales como culturales, sociales y económicas. Además, las desigualdades que padecen las mujeres y sujetos feminizados en general para el disfrute de sus derechos, se encuentran íntimamente relacionados con las tradiciones culturales, con la historia de la región y la cultura en general, con las religiones y creencias que funcionan como pretextos para vulnerar derechos colectivos e individuales.
En efecto, los elementos culturales y sociales que mencionamos anteriormente, se relacionan con las intersecciones que nos condicionan, cada una de nosotras porta privilegios y desventajas en relación a su posición de género, raza, etnicidad, edad y diversas trayectorias, que nos obligan a preguntarnos: ¿todas estamos hablando de lo mismo cuando decimos feminismos? ¿es una teoría sensible a los marcos de justicia que las diferentes corporalidades necesitan? ¿cómo hacer frente a las innegables asimetrías de poder que nos ha legado el colonialismo y se expresa en intersecciones ficcionales como la raza o el género?
La idea de que las mujeres nos diferenciamos en razón de diferentes situaciones que marcan nuestro cuerpo, como ser negras, lesbianas, gordas, pobres, etc. Es una realidad que el feminismo negro señalaba desde los años 70 en EEUU, pero que es conceptualizado y teorizado como interseccionalidad en el año 1989, por la jurista feminista estadounidense Kimberlé Crenshaw, feminista negra, quien publica un trabajo donde profundiza en el tema. Ella sostiene una crítica desde el feminismo negro, que cuestiona la operación de tratar la raza y el género como categorías de experiencia y análisis mutuamente excluyentes. Para ejemplificar esta operación práctica e ideológica, toma el caso judicial de mujeres negras que querellaron contra la corporación General Motors. Esta empresa, contrataba mujeres blancas para ocupar cargos administrativos, mientras que hombres negros para el sector industrial, dejando por fuera a las mujeres negras. La carátula judicial que utilizaron estas mujeres fue la cláusula VII de la ley de Derechos Civiles de 1964, alegando que estaban siendo discriminadas por razones de género y etnia. Empero, perdieron el caso, porque el Tribunal de Distrito (tribuna de primera instancia) falló en su contra alegando que General Motors ya contrataba a mujeres (blancas), por lo que la compañía no discriminaba por razones de género, y tampoco raciales porque contrataba a varones negros. De modo que el tribunal se negó a considerar al grupo mujeres negras como un sector específico, con necesidades y demandas específicas. La autora visibilizó a través de este caso, cómo ciertas formas de opresión a las que se veían sometidas las mujeres de color, no estaban siendo atendidas por la justicia, como tampoco dentro de los propios movimientos en los que militaban y de los que esperaban respaldo.
Tal como vemos en este fallo injusto por parte de la justicia norteamericana, podemos analizar cómo se fusionan, atraviesan las ficciones de género, raza, generación en las luchas feministas, retomando la discusión sobre el aborto, en cuanto a los derechos reproductivos, donde las mujeres negras e indígenas, critican a las feministas blancas, a las que llama privilegiadas, por luchar exclusivamente por los derechos no reproductivos como el aborto y la contracepción, olvidando que los Estados trabajan en políticas de control de la natalidad diferenciadas por raza y clase, afectando de modo diferente a las personas gestantes. En ese sentido, visibilizan la esterilización forzada de mujeres negras e indígenas, así como de mujeres con discapacidades, biopolíticas habituales a lo largo de la historia. En efecto, algunas campañas estatales se han dirigido a la esterilización involuntaria de mujeres indígenas pobres, de la mano de discursos reaccionarios de mujeres blancas ricas. La hondureña Brendy Mendoza (2015), critica la falta de reflexión del feminismo blanco que llegó a colaborar con estados autoritarios por falta de información. Su ejemplo paradigmático es el caso de algunas feministas afines a programas de esterilizaciones forzadas implementados a indígenas bajo el régimen de Fuijimori en Perú. Este ejemplo es extremo claro, pero las categorías que operan en estos casos son tan coloniales como muchas otras que apenas percibimos. Pensemos que la falta de sensibilidad a lo racial y a la posición de clase, tuvo altos costos, impacta en la participación en instituciones, partidos y ONG, como sucedió con el Consejo de la Mujer en Argentina, que a partir del año 2015 es conducido por una feminista blanca, aliada al ejecutivo nacional, validando el desfinanciado y la despolitización de las políticas de género.
Podemos mirar también el ámbito del empleo, donde las feministas blancas privilegiadas han dedicado décadas a incrementar el acceso a trabajos hasta entonces desempeñados por varones, obviando que las mujeres de sectores populares, de color, las mujeres inmigrantes estaban siendo sobreexplotadas para lograr sobrevivir, incluso ocupándose en condiciones precarias de cuidar de los hogares de las feministas blancas, limpiando sus suelos y cuidando sus hijos/as. No objeto que el problema fuera la doble o triple jornada laboral, pero sí que, además, debía batallarse por redistribuir las cargas laborales con los varones, visibilizar las tareas de cuidado, demandar con más intensidad que el Estado se ocupara de la provisión de servicios para las labores del cuidado. Existe entonces, una división de las tareas de cuidado no solo entre varones y mujeres, sino entre las mujeres mismas, que impacta en las agendas en torno a la lucha contra la explotación patriarcal.
Estos planteos no niegan los siglos de lucha por la igualdad por parte del feminismo, sino que se dirigen a llamar la atención sobre las diferencias e identidades que generan desigualdades sociales y que implican que las mujeres no tenemos las mismas problemáticas, demandas, necesidades, además de señalar que la categoría género no basta para visibilizar esto. Nos guste o no, el patriarcado no es el único sistema de opresión a enfrentar, de lo contrario, no podemos comprender por qué las mujeres de sectores populares, las mujeres indígenas y afrodescendientes, entre otras, en varias ocasiones no consideran la lucha feminista como su más importante reivindicación. En verdad, en América Latina, las mujeres blancas de sectores medios-altos, debemos hacernos cargo de que hemos recargado con trabajos mal pagos a otras mujeres, como las mujeres de sectores populares, indígenas y afrodescendientes, sosteniendo y reproduciendo relaciones asimétricas de poder, reflejadas en la figura de la patrona y la sirvienta. El capitalismo heteropatriarcal nos construye desiguales, negarlo no va a modificar las condiciones de opresión, por eso es desafortunado rechazar el debate en nombre de la lucha universal, de la unión o de la liberación.
Entonces, quiero hablar de la necesidad de dejar de ignorar los sistemas de opresión de raza, género, clase y heteronormatividad como operaciones de la colonialidad del poder al interior del movimiento feminista. Para lo cual, debemos hacernos cargo de la reproducción feminista de la heteronormatividad, de la blanquitud y occidentalidad, para plantearnos ¿a quienes estamos dejando por fuera?
Brendy Mendoza (2015) señala una interesante reflexión sobre este interrogante, vinculado a que el auge de las luchas feministas por el reconocimiento de la diversidad sexual y el derecho a a vivir el cuerpo con libertades, tiende a veces a perder de vista que lo económico sigue siendo fundamental. A veces los movimientos LGTTTBQI liberales y el feminismo blanco se han obsesionado con erotizar las corporalidades como forma de resistencia al poder, descuidando que para nuestro feminismo es central seguir pidiendo por los cuerpos hambrientos y torturados de Nuestra América. A diario asesinan activistas feministas y LGTTTBQI en barrios populares, favelas de Brasil, en los movimientos indigenistas de Honduras, casos que necesitan ser denunciados.
En ese sentido, olvidar el eje económico para privilegiar las políticas de reconocimiento, nos aleja de la lucha por la justicia económica, raíz de este sistema económico. Esta situación se agudiza en contextos neoliberales, donde en lugar de alcanzar un paradigma que articule las políticas de reconocimiento junto a las de (re)distribución, los feminismos blancos suelen bregar por un culturalismo sin clase. Esta experiencia la vivimos durante la década de los años 90 en Argentina y corremos el riesgo de pasar por lo mismo si no somos consciente de la política clasista que debemos asumir.
Estos debates nos ayudan a no olvidar las discusiones sobre la situación del feminismo dentro de la geopolítica del sistema-mundo, de lo contrario, podemos reproducir la ONGización del feminismo latinoamericano, donde nos aconsejan e intervienen con financiamiento externo, integrándonos de lleno a los planes de los países imperialistas. Tampoco es que reivindique una corriente separatista, ya que las posiciones radicales del feminismo autónomo no lograron combatir el Estado colonial. En efecto, según Mendoza (2015), el feminismo autónomo se agotó en un activismo sólo preocupado por el “derecho a tener derechos”. Disputas insuficientes y no estratégicas para enfrentar la condición latinoamericana de fuerzas estatales raciales y coloniales. En definitiva, no se trata de un feminismo latinoamericano autónomo o integrado al Estado, sino de atender a la raza, a la clase, y los elementos que ya mencioné para evidenciar la lógica geopolítica, empresarial y estatal del poder. No podemos enfrentar al poder colonial con concepciones liberales, desarrollistas y modernizantes. Los feminismos urbanos, clasemedieros, de mujeres con educación universitaria occidentalizante, la mayoría blancas y mestizas, deben cuestionar sus privilegios de clase y su protagonismo en la escena política institucional.
En consecuencia, descolonizar el movimiento feminista precisa de un espíritu crítico, que se concentre en lo local y no niegue las dificultades de la pluralidad al interior del movimiento, sino que las tome como bandera contra un universalismo que no favorece más que el ocultamiento de las desigualdades. Si bien el patriarcado es el frente que nos hace tender lazos desde la opresión común, no se puede hacer a un lado las diferencias de clase, ni las de raza o género heredadas por una dinámica colonial, si lo que queremos es emanciparnos colectivamente.
Por eso, comprender la situación de Nuestra América y reparar en lo anterior, es sólo el comienzo, tenemos que complejizar los debates en torno al patriarcado colonial y los fenómenos raciales que engendra. Los estudios decoloniales tienen que aliarse con los feminismos para crear estrategias que contribuyan a combatir nuestra herencia colonial. La interseccionalidad tiene que asumirse al interior del movimiento feminista para crear verdaderas alianzas intersectoriales. Finalizo con una cita:
“Se trata de un debate complejo y lleno de pliegues en el que es conveniente no precipitarse buscando fórmulas demasiado simples. Y por supuesto un debate en que las feministas tenemos que participar de forma ineludible. Considerando la madurez democrática del feminismo, tal vez lo más adecuado para tomar parte del debate, sea llevar a discusión pública las propias controversias internas del feminismo. No tiene sentido, pretender aparecer ante la sociedad “con una sola voz”, como feministas” (Maldonado, 2003: 42).
Bibliografía consultada
Anzaldúa Gloria (2007) Borderlands. La frontera: The new mestiza. Madrid: Capitán Swing.
Lorde Andreu (2003). La hermana, la extranjera. Madrid: Horas y Horas.
Mendoza Brendy (2015) Ensayos de crítica feminista en nuestra América.México: Herder
Unzueta Barrère M. Angeles (2009). “La interseccionalidad como desafío al mainstreaming de género en las políticas públicas”. Tesis de Maestría. Disponible en: http://www.aragon.es/estaticos/GobiernoAragon/Organismos/InstitutoAragonesMujer/Documentos/7.%20Barr%C3%A8re%20Unzueta,%20M.%C2%AA%C3%81ngeles.pdf
Maldonado Teresa (2003) Multiculturalismo y feminismo. Revista El Catoblepas N°21. Disponible en: http://www.nodulo.org/ec/2003/n021p16.htm
*Gabriela Bard Wigdor se dedica a la docencia en la facultad de Cs Sociales de la Universidad Nacional de Córdoba y es investigadora del CONICET, en el ámbito de los estudios de género o feministas latinoamericanos y decoloniales. Estudió la Licenciatura en Trabajo Social, después cursó una Maestría en Trabajo Social y finalmente se doctoró en Estudios de Género. Co-dirije un equipo de investigación que se llama El Telar: comunidad de Pensamiento feminista latinoamericano. Militante feminista y madre de un niño de 4 años.