Cómo aprendí a escribir (investigar) desde el dolor y la rabia

Por: Alejandra González*

Cuando tenía siete, quizás ocho años, mi profesora de tercer año de Primaria me ordenó pasar al frente, al pizarrón, a resolver un problema de divisiones. Estábamos aprendiendo las divisiones con números decimales después de haber batallado con las multiplicaciones el pasado ciclo escolar.  Yo era una niña muy tímida, casi no hablaba y las niñas y niños de mi clase, supongo que de mi parte obedecía a un tipo de autodefensa por sentirme observada de no llevar el uniforme escolar, pues en ese entonces mis padres no podían solventar los precios de la falda, la camiseta, los zapatos escolares y el suéter con el emblema bordado de la patriótica Primaria Álvaro Obregón, y además creo recordar que había pasado por el humillante lapso de andar con piojos buena parte del ciclo escolar por lo que es de suponer que muchas compañeritas no se me acercaran y evitaran estar junto a mí. 

Ese día que pasé al pizarrón recuerdo estar muy nerviosa, sentía los ojos de mis compañeras y compañeros puestos sobre mí, aunque quizás sea una figuración mía, muy seguramente muchas y muchos estuvieran distraídos dibujando en sus cuadernos, dormitando en las mesas de sus pupitres o viendo al pizarrón con la mirada perdida. Pero para mí sí fue muy fuerte la sensación de humillación, las risas de las niñas y niños cuando la profesora al ver que de plano sólo temblaba y no podía ni escribir un número ni mucho menos pensar en resolver el problema, comenzó a enojarse y gritar que era una tonta, una burra, una calienta bancas, que por qué no podía resolverla si llevamos varías semanas revisando las divisiones.  Yo no sabía en realidad qué estaba pasando, creo que ese evento en mi vida lo sentí  de forma irreal, como si fuera una espectadora y viera la escena con ojos de tercera persona, como sí fuera un sueño, quizás por lo traumático que significó después para mí. No entendía nada de nada acerca de divisiones y lo único que quería era huir de ese lugar cuanto antes, irme muy  lejos, muy lejos de las risas crueles y humillantes de esos niños y niñas, correr y no escuchar los gritos de la profesora que me obligaban a entender algo que no tenía sentido para mí.  Al no comprender lo que la profesora me ordenaba, sentía que ella tenía razón y que era una tonta, que había un problema conmigo, que no era como mis compañeros y compañeras. Traté de cambiarle el tema a la profesora, pedirle que me pusiera otra operación matemática, pero no accedió. Pasado casi 20 minutos yo sólo era un manojo de nervios, una figurita temblando frente a mis compañeras y compañeros, hasta que por fin me salvó la campana que terminó con la tortura. 

Quizás este episodio de mi vida no les parezca nada fuera de lo común, ni extraño, ni siquiera triste, una etapa más de la experiencia escolar en la primaria de cualquier persona, pero que para mí constituyó el primer referente emocional que describe mi situación con la escuela, y hasta el día de hoy, mi relación con cualquier obra, escrito, trabajo o  producto que signifiqué demostrar y poner a prueba mis capacidades. 

En la secundaria vivía con ese temor, me daba pavor participar en clases, sobre todo en matemáticas, física y química, aunque les encontraba  el chiste y lograba pasar las materias cada semestre. No obstante, siempre me acompañó esa sensación de incapacidad intelectual. Luego vino la preparatoria y creo que fui una alumna promedio, no me destacaba, no era muy esforzada pero tampoco reprobaba, básicamente trataba de pasar desapercibida. No esperaban nada de mí ni yo esperaba mucho de mí, creía que si tenía algo de suerte igual entraba a la universidad, y si no, pues quizás mi destino fuera quedar embarazada del novio del momento y casarme, como todas las mujeres de mi familia, como todas mis vecinas, como todas las  muchachas de la iglesia en la que se congregaban mis papás. Concebía la educación superior como algo que le ocurría a los más aptos intelectualmente o con mejores oportunidades económicas, una cosa de privilegios o de vocación. 

Finalmente entré a la universidad, a una carrera que ni sabía muy bien de qué se trataba pero que en mi viaje y trayecto a la ciudad de Guanajuato escuché de ella y me interesó enormemente. Claramente nadie me había dicho que existía ese tipo de profesiones enfocadas a las Ciencias Sociales. En mi vida pragmática creía que debía escoger una profesión que significara ingresos futuros para mí y mi familia. Mi papá me decía que escogiera carreras como contabilidad, odontología o medicina, esta última de verdad que me interesaba pero no me creía capaz y apta frente a mis compañeras y compañeros que sacaban las mejores notas en la preparatoria y demostraban un amplio conocimiento sobre el tema de las ciencias médicas. 

Al principio mi inclinación estaba dirigida a la antropología, pero me enteré que lo más cercano era la sociología, carrera que además sí ofertaban en la universidad de mi ciudad y que me permitía estudiar como trabajar para pagar la inscripción y mis gastos diarios. Ya dentro, en la universidad, me entusiasmó y apasionó el universo de las ciencias sociales, leía las obras originales de muchos autores y autoras. Pero en clases nuevamente me hacía chiquita. Cada vez que trataba de manifestar mi punto de vista o participar en los debates me ponía muy nerviosa; tartamudeaba, me temblaba la voz, sudaba como atleta de maratón y mordía la punta de la pluma obsesivamente en todas las clases. Dejaba que mis compañeros hombres se destacaran, filosofaran o compartieran lo que yo creía que eran pertinentes análisis y críticas en torno a los textos que leíamos. 

A esas alturas claro que aprendí las tácticas de competencia masculina dentro de las aulas de clase. Me vi imitando lo que ellos hacían, retomando las herramientas de los opresores, compitiendo, tratando de demostrar que estaba a su altura, subrayando los errores de mis compañeras que estaban igual de asustadas que yo su mal lectura o disertación sobre tal o cual teoría. Asumí, encarné y me creí esos valores patriarcales. Yo quería ser como esos hombres que se me presentaban seguros, brillantes, firmes en sus ideas, elocuentes en sus críticas. La verdad es que muchos de ellos me acosaron, incluso, y puedo manifestarlo ahora, después de mucho auto cuidado y terapia, que uno de ellos se aprovechó de mi condición vulnerable  alcoholizada y abusó de mí mientras estaba inconsciente. 

Después se presentó la oportunidad de trabajar en lo que se supone hacen las y los científicos sociales: intervenir y participar en proyectos de investigación sobre los fenómenos sociales, históricos, políticos, económicos y culturales en un colegio de formación para posibles investigadores en la ciudad. A esas alturas aunque me gustaban mis clases era muy mala utilizando las herramientas y técnicas de investigación social. No tenía tiempo de usarlas más que en mis ensayos y trabajos finales, que como sabemos, muchas veces las aplicamos a la carrera y de la noche a la mañana, sobre todo cuando no se tiene el suficiente tiempo para reflexionar o aplicar lo aprendido, cuando se estudia, trabaja y medio se come y medio se duerme. 

En esa institución me recordaron mi lugar y papel menor en el organigrama de la jerarquía institucional académica. Creo que esa etapa también contribuyó en reafirmar mi baja autoestima y mi sensación de incapacidad intelectual. Pues, hasta ese momento, sólo había trabajado limpiando casas, de obrera en la maquiladora, de mensajera y de comerciante vendiendo aromatizantes a los calafieros, choferes, taxistas y camioneros en las calles y puntos de cruce de transporte. Así que sí, me sentía minúscula frente a otras y otros becarios y estudiantes acostumbrados a creer y a reafirmar todos los días sus capacidades y conocimientos intelectuales y frente a esos y esas investigadores vacas sagradas que se molestaban por mis faltas de ortografía o de mi mal manejo de las hojas de Excel.  

Como una forma de creer en mis capacidades intelectuales, traté de entender mi biografía desde la sociología. Comencé a trabajar en un proyecto de tesis de licenciatura sobre la socialización religiosa de las mujeres al interior de una Iglesia evangélica, un caso similar a mi propia experiencia en la infancia. Cuando por fin logré terminar ese trabajo, no podía creerlo, me sentía extraña, una farsante. ¿Acaso yo era esa persona que logró terminar una tesis?, ¿una investigación? ¿Logré comunicarme de forma escrita? Creí en su momento que muy seguramente estaba mal hecha. 

Gracias a esa experiencia de investigación de tesis logré mejorar mis técnicas de investigación, pero, como todo sacrificio y prioridad en la vida, perdí en ese tiempo de aislamiento la capacidad para relacionarme con otras y otros. Me daba miedo salir de mi casa, conocer gente nueva, entablar conversaciones con extraña/os, por mucho tiempo estuve encerrada en mi habitación o en la biblioteca construyendo aquello que llaman “el objeto de investigación”. Me encontré cercada en esa torre de marfil llamada academia. Un lugar que puede ser frío y violento en términos institucionales. Un lugar donde eres una imbécil hasta que demuestres lo contrario. Se generó en mí un miedo atroz a las jerarquías institucionales, especialmente a aquellos sujetos que contaban con credenciales, grados, distinciones, poder y carisma que podían tumbar mis intentos de trabajo de investigación con tal sólo opinar y hacer trizas mi escritura. Viví ese malestar de clase, de no saber hablar y expresarme bien ante esa gente, de no lograr vestirme correctamente, de no estar lo suficientemente blanqueada, “ilustrada” y atractiva. De no sentirme inteligente, ni capaz para relacionarme o “caer bien”, ni ser merecedora de que se me contrate, quieran trabajar conmigo o asesorarme. “Que no se me note que vengo de la clase trabajadora”. “Que no se me note que a estas alturas no domino el inglés”. “Que no se me note que no sé de que autores o artículos me hablan”. “Que no se me note que tengo una condición en la lengua que me impide pronunciar bien ciertas palabras con R y L”. “Que no se me note que digo muchas palabras consideradas coloquiales al intentar explicarme”. “Que no se me note las lonjas de mi estomago”. “Que no se me note…” 

Hasta el día de hoy esa sensación me acompaña. Muchas personas me dicen: Vaya, Ale, pero si estuviste en una universidad, entraste a un posgrado Conacyt, ya vas por la segunda tesis… te va bien”. “No seas exagerada, eres una persona privilegiada”. Sí, todo eso es cierto, pero me han costado lagrimas, temblores, inseguridades y episodios de ansiedad y pánico que derribaron en dos horribles depresiones en los cuales no hubiera salido si no contara con una sólida red de apoyo y mi círculo de contención feminista que me regaña pero también me cobija, abraza y me recuerda que no estoy sola, que no es necesario creerse esos mitos patriarcales de modernidad y meritocracia neoliberal. Porque como dice una querida amiga: el orden de la cientificidad es una invención del mundo masculino, pero la anarquía nos pertenece a nosotras, las nietas de las brujas que no lograron quemar en la Santa Inquisición orquestada por los padres fundadores de la revolución científica que usaron como referente de identidad el mito del progreso de la modernidad. 

Comprendo y acepto si mi experiencia raye en lo superficial si se compara a otras opresiones vividas por mujeres que sufren violencia e injusticias materiales todos los días, pero no es mi intención hablar por ellas, porque me parece que eso representaría una forma de colonialismo discursivo que invade formas de vida externas a las mías. Hablo por mí, desde este cuerpo de menos de 1.50 y  50 kilos. Desde mi propio y personal malestar que seguramente comparto con otras compañeras. Porque la violencia nos atraviesa a todas en diferentes direcciones y escenarios. Hasta el día de hoy admito que soy un cuerpo que en ocasiones se desplaza y encarna los valores e ideales que constituyen el parámetro de lo hegemónico, pero también me ubico y traslado a ese otro lado de lo abyecto como comparto en este texto. 

Confieso que existen ocasiones en las cuales no puedo ni escribir, leer o ver algún documento sin que las letras sean mis peores enemigas y sólo vea un montón de signos que no entiendo y no comprendo. Figuras que se borran y aparecen como lucecitas navideñas que no puedo captar ni comprender bajo las emociones que me provoca la ansiedad. 

A veces no se me antoja salir ni demostrar nada a nadie. Sólo me ocupo en existir y aceptarme con todo ese caos interno y contradictorio. Evito creer ese discurso academicista anclado en exigencias neoliberales y clasistas que esconde injusticias por demás racistas y sexistas para mantener su  legitimación como institución que se inserta en un modelo de competencias globales.  Evito escribir si mi impulso primario es el miedo a las jerarquías de poder patriarcal basada en la exigencia académica u otras formas de imposición y disciplinamiento subjetivo. Ya no me creo sus discursos, me revelo. Busco retomar aquello que el sistema repele más: que hable y me enuncie desde lo que soy, desde este cuerpo sexuado leído e interpretado como mujer. Que hable desde mi experiencia y conocimiento situado, desde mi praxis feminista. Desde mis vivencias y  subjetividad que atraviesa todo. Desde mi miedo. Desde todo mi ser que se burla y expone la ficción de la objetividad científica basada en los supuestos universales masculinos. Desde mi enojo que cuestiona y desafía los frágiles cimientos de las estructuras del poder patriarcal y colonial en la historia de la ciencia. Siendo la compañera, la estudiante o la socióloga incomoda feminista que señala las lógicas patriarcales de la ciencias, de las estructuras de poder y distinción de las escuelas, de los colegios, de las universidades o de cualquier espacio. Creyendo firmemente que todas podemos escribir como una forma de disipar y desmentir los estereotipos que han escrito sobre nosotras. En ese punto me encuentro por ahora. 

Finalizó con las bellas y poderosas palabras de Gloria Anzaldúa en “Hablar en lenguas. Una carta a escritoras tercermundistas” en 1980: 

“Muchas tienen una facilidad con las palabras. Se da la etiqueta de profeta pero no ven. Muchas tienen el talento de hablar pero no dicen nada. No las escuches. Muchas de las que tienen palabras y lengua no tienen oído, no pueden escuchar y no oirán”. 

“No hay necesidad de que las palabras se enconen en la mente. Germinan en la boca abierta de una niña descalza entre las multitudes inquietas. Se secan en las torres de marfil y en las aulas de las universidades. Tira lo abstracto y el aprendizaje académico, las reglas, el mapa y el compás. Tantean sin tapaojos. Para tocar más gente, las realidades personales y lo social se tiene que evocar —no a través de la retórica pero a través de la sangre y la pus y el sudor”.

“Escribe con tus ojos de pintora, con oídos de música, con pies danzantes. Tú eres la profeta con pluma y antorcha. Escribe con lengua de fuego. No dejes que la pluma te destierre a ti misma. No dejes que la tinta se coagule en el bolígrafo. No dejes que el censor apague la chispa, ni que las mordazas te callen la voz. ¡Pon tu mierda en el papel!”

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 *Alejandra Montalvo. Mujer, feminista, socióloga, cinéfila, vegetariana, fronteriza  y egresada de la Maestría en Estudios de la Mujer. Le laten los estudios del cuerpo desde la perspectiva feminista interseccional, los feminismos decoloniales, comunitarios y chicanos y el papel de las mujeres en las religiones. Síguela en Twitter: @AleMontalvoGlez

*La imagen que acompaña este texto pertenece al banco de fotos de @collage_art

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