Por Sandra Martínez Hernández*
Recuerdo que en mi vida me han preguntado mucho “¿por qué eres tan enojona?”, incluso en algún debate entre compañeros me han cuestionado mi tono, pues no es el correcto. No importa si doy argumentos, estadísticas o comparto casos, mi manera de hablar ya me invalida. Como resultado comencé a creer que debía bajar mi volumen, mostrarme serena y disimular o callar lo que me molestara. Hoy ya no, hoy estoy consciente que tengo el derecho a enojarme y a convertir esa ira en una lucha.
A lo largo del tiempo se han hecho distintas divisiones, entre ellas la de lo emocional y racional según el sexo: a los hombres les corresponde la parte mesurada y analítica, mientras que a nosotras las mujeres se nos conoce por nuestra visceralidad y la forma impulsiva de actuar. Dicha dicotomía es una construcción social que permite sostener el género en donde nosotras no analizamos nuestra realidad y entorno, sino que nos dejamos llevar por lo que sentimos. La sociología de las emociones ha clarificado que tanto lo racional como lo emocional se encuentran conectados y que también desde las emociones se generan alianzas y acciones políticas (véase a Sara Ahmed, The Cultural Politics of Emotion).
Limitar nuestras emociones ha sido un cerco histórico que nos han impuesto a las mujeres y que también debemos derribar. Claro que a lo largo de la historia hemos estado enojadas ¿y cómo no habríamos de estarlo? No podíamos escribir, hablar en público, participar, votar, tener un sueldo por nuestro trabajo. Hasta la fecha hay una diversidad de cautiverios que vivimos las mujeres, como las limitaciones a la apropiación de nuestros cuerpos y placeres, así como las distintas agresiones diarias que enfrentamos, las cuales muchas veces culminan en violaciones sexuales y hasta feminicidios.
Como consecuencia vivimos una vulnerabilidad, un pesar y una ira, sin embargo, nos limitan a expresar esta última, nos dicen que no es la manera de conducirnos para alcanzar nuestros logros en materia de derechos, porque ahora resulta que debemos protestar de manera tranquila, “sin tanto alboroto”; sí está bien debatir, pero “para qué te enojas”. Sepan que el enojo es una emoción válida y necesaria para luchar y confrontar. Tenemos una historia llena de silencios, de una invisibilización de nuestro trabajo y pensamientos y no nos van a imponer la forma en que debemos hablar, actuar y luchar. El enojo, como el dolor, tienen varios cauces y uno de ellos es la lucha social. El comité Eureka ejemplifica dicha situación, pues a partir de los sentimientos y emociones que causó la desaparición forzada de jóvenes, sus madres (entre las que destaca Rosario Ibarra de Piedra) comienzan a exigir justicia y más adelante algunas de ellas se dedican de lleno a la política.
Entonces ¿nuestro enojo se vuelve una lucha política? Sí, y como en el feminismo lo personal es político, también es importante compartir con nuestras compañeras estas emociones; expresar las violencias que hemos enfrentado porque el intercambio de vivencias sirve para capitalizar ese enojo en una organización social.
Las emociones deben salir y generar acciones, no deben guardarse. El enojo es una emoción que permite movernos políticamente y que por mi parte reconozco que se encuentra en mi discurso y actuar político. Hoy sigo y aprendo de Audre Lorde, quien en su famoso texto “The Uses of Anger: Women Responding to Racism”, declarara:
Mi respuesta al racismo es la ira. Una ira que me ha acompañado casi toda la vida […] Toda mujer posee un nutrido arsenal de ira potencialmente útil en la lucha contra la opresión […] Porque la ira compartida entre iguales engendra cambios, no de destrucción […] sino de crecimiento.
Acepto ese enojo y lo encauso en una lucha, en un debate donde mis emociones no van a nublar mis criterios. Estoy enojada y a la vez escribo, lucho, comparto y continúo.
*Sandra Martínez Hernández. Maestra en sociología política por el Instituto Mora. Dedicada a temas de participación política y género. Apasionada de la literatura.
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