Por: Tatiana Romero*
El extraño es una figura racializada
Sarah Amed
Van a ser tres meses del inicio del estado de alarma. Hemos pasado de fase, parece que la gente ha vuelto a las calles, han abierto los bares, podemos sentarnos y tomar una cerveza, podemos hacer deporte, salir a pasear; pero las sirenas siguen sonando.
Vivo cerca de un hospital, supongo que por eso en las primeras semanas me convencía a mí misma de que eran sirenas de ambulancia. Pensaba en la gente enferma que iba dentro de esas ambulancias, tenía miedo a contagiarme, miedo a que alguna de las mías estuviera en esa camilla de camino al hospital. Pero las sirenas siguen sonando, las sirenas cantan y a mí, al igual que a los marineros, me paralizan.
Soy mujer, migrante, lesbiana, racializada en una ciudad sitiada en Europa. Soy, por tanto, un cuerpo vulnerable, ya no solo al COVID-19, por el cual ya he pasado, sino a la violencia de quienes hoy están más legitimados para expresar el odio que sienten por nuestros cuerpos.
Cuerpos abyectos, cuerpos deshecho, cuerpos indeseados en un mar de blanquitud que se presume limpio de basura como nosotras. Desde que empezó el confinamiento día tras día hay abuso policial en las calles, migrantes a quienes les piden los papeles, intimidación. Barrios enteros son zonas de guerra, barrios obreros, como el mío. Mientras escribo esto han sonado ya tres sirenas distintas. El helicóptero ha dejado de venir, pero igualmente estuvo durante dos semanas todos los días puntual de 21 a 22 hrs. sobrevolando mi barrio, asomándose a mi balcón, controlando, vigilando a las que, como yo, se supone peligrosas.
Hace unas semanas pararon por la calle a una colega que iba a comprar aceite al supermercado; hace un par de días le pidieron los papeles a una mujer latina debajo de mi ventana. Tengo residencia pero eso no me quita el miedo a salir a la calle. No quiero ir a los parques, convertidos hoy en bases policiales, no quiero montar mi bicicleta, esa con la que antes atravesaba la ciudad sintiéndome libre. Mi cuerpo, visiblemente lesbiano, mi piel morena, el acento de mi voz, todo aguijonea la tripa cada vez que salgo a la calle, marcas indelebles a sus ojos.
No soy capaz de habitar el mundo hostil que está ahí afuera, no soy siquiera capaz de habitar mi propio cuerpo, que además ha cambiado. Ha anidado un nuevo miedo que intento manejar a base de diazepam. Intento colectivizarlo, le cuento a mis amigas cómo me siento, si salgo a la calle procuro ir acompañada de una persona blanca. Lo hablo con mis compañeras racializadas, lo hablo con mis compañeras migrantes, algunas toman también diazepam, una ansiedad que sin el químico no cesa, el miedo se ha recrudecido y no las deja continuar con su vida.
La venta de ansiolíticos se ha disparado en esta ciudad sitiada y los cuerpos como el mío, las disidencias sexuales, las migrantes, las racializadas, las gordas, las precarias, las diversas funcionales, todos los cuerpos deshecho están dislocados, trastocados por el miedo; al futuro, sí, pero sobre todo al momento en que, a lado tuyo, las sirenas cantan.
*Tatiana Romero (DF, MX) Historiadora, militante abajo y a la izquierda se declara perra, prieta y sudaka como forma de sobrevivir en la vieja Europa.
**La imagen que acompaña la imagen de este texto es de Sandra Cendal, proporcionada por la autora.
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