*Por Silvia Stella Velásquez López
La incomodidad que sentía no le dejaba escribir. La hoja, en un blanco impecable le reclamaba unas letras que no llegaban, entretanto, el cursor, esa barrita intermitente le insistía reclamándole acción. En la esquina inferior derecha de la pantalla, el tiempo transcurría como burlándose de su incapacidad, como si en una competencia estuvieran. Pero no se va a dejar ganar.
Tuvo una vida tan limitada, tan constreñida por sus circunstancias, por la salud con la que llegó a este mundo, por las necesidades de otros, -que no eran pocos-, que apenas si tiene recuerdos de lugares, de momentos felices, de encuentros agradables, de viajes o de simples descansos que en su entorno no calificaran como pereza, negligencia o irresponsabilidad.
Las manos son más propias de una anciana que de una mujer apenas entrando a los cincuenta. Arrugas, pecas, cayos y una incipiente artritis en el dedo meñique de su mano derecha que le hacen estremecer de vez en cuando. Ni para qué describir el resto de su cuerpo, aunque algún observador considerado y de buen corazón la podría definir como una mujer hermosa pero cansada, muy cansada y poco apreciada por la vida o sus congéneres.
Ni que hablar de su educación. Tenía que quedarse en casa atendiendo a los varones porque ellos sí tienen que estudiar, porque mientras haya varones en una casa, las mujeres, están ahí para atenderles, como corresponde.
Por eso si hubo escuela fue tan poca que parece que sólo está en su mente. Algo le dice que sí estuvo porque cuando ve las patas de las gallinas, los loros y otras aves menos comunes, recuerda haberlas pintado en la escuela con sumo cuidado, con deleite, una tarde de viernes y de lluvia, un poquito, como para refrescar el ambiente.
Ese día fue feliz. No fue algo irreal porque está en su mente indeleble como otras cosas que quisiera que no lo fueran, para las que desea que existiera una forma o una fórmula que le permitiera retirar de su cerebro algunas cosas que no quiere recordar, pero muy especialmente algunas palabras, acciones y omisiones de cosas tan duras como que después de un paseo corto y nada agradable, olvidaran que la niña había ido con ellos y regresaran sin que ninguno se percatara que con ellos no estaba.
Pero así fue siempre. Tan relegada e ignorada para aquello que fuera disfrute o derechos. Tan presente para los deberes, los ratos difíciles o las tareas imposibles por incomprensibles, pesadas o complejas. Pero como ya dije, siempre fue así. Por eso, cuando empezó la época dura, los ingresos disminuyeron y el padre ya no estaba tan lúcido ni tan próspero, la madre no tuvo ningún problema para prescindir del servicio “porque la niña es capaz con todo, ella es tan trabajadora y fuerte como cualquier mujer mayor acostumbrada a esas labores”
Tal vez fue en ese momento cuando el delantalito de la escuela rural fue reemplazado por otro menos alegre, más grande y muchísimo más sucio, el que le dio un aspecto de fregona, en particular, otro de inexistente, en general, para aquello a lo que la niña de una casa, de una casa bien, tiene derecho.
Entonces recuerda de vez en cuando, que sí fue a la escuela, por eso supone que sabe leer o escribir, pero oportunidades para hacer estas dos cosas maravillosas, no hay en una cocina llena de obligaciones, platos sucios y hombres por atender que no le miran o tratan como si fuera su hermana, porque le han visto siempre adherida a la cocina de manera natural, porque en sus mentes se ha desdibujado como hermana.
Por eso la tratan como si al servicio perteneciera sin pertenecer, porque legítima consanguinidad les une. Pasaron los años. Dejó de ver a sus hermanos porque les enviaron a estudiar a la capital. Bueno, por lo menos un poco de descanso sí tuvo, sólo un poco. Cuando volvían en las vacaciones apenas si hacían referencia a cómo había crecido, le zarandeaban el cabello y pasaban de largo, no sin antes pedirle en tono, -no sé qué tono- una bebida o que se ocupara de sus cosas, de ponerlas en orden en el armario o que les prepararan la comida favorita.
Las vacaciones se convertían en un hoyo profundo del que apenas si podía salir porque la carga laboral que con sus hermanos llegaba era colosal: Más ropa sucia, más exigencias para levantarse más temprano e irse a la cama más tarde, más platos por servir o caprichos para preparar.
A eso, se le sumaba sin excepción, los muchos amigos y amigas que llegaban a casa, a los que se debía atender como si fueran sus hermanos. Los odiaba, también a sus hermanos. Pero con toda seguridad, a quién odiaba más, era a su mamá, en la que no advertía el más mínimo gesto de compasión, muy por el contrario, sus caprichos, sus amigas y sus muchas dolencias, se convertían en una carga más que tenía que sobrellevar sí o sí.
Una tarde, poco tiempo después que sus hermanos se fueron a estudiar y a “hacerse hombres” se sintió inspirada y preguntó a su madre: ¿Y yo cuándo voy a estudiar, cuando voy a la capital? Su madre la miró con tanto desconcierto… de tan extraña manera, que nunca ha podido olvidarlo. La pregunta no ameritaba ni esa mirada, ni la confusión en su rostro ni mucho menos esa respuesta tan sincera y contundente.
¿Pero de dónde saca semejante pregunta niña? ¿Es que no sabe que las mujeres no estudian?
A esas alturas estaba plenamente convencida de que la única manera de escapar de ese hoyo profundo en el que su cuerpecito delgado y su fértil imaginación habían caído, era estudiando: No había otra forma de escape pero su madre, su legítima madre, con la convicción más grande que vio y oyó en toda su vida le informaba o mejor, le lanzaba, una bomba que explotó en lo más íntimo y profundo de su ser, “(…) que el estudio no era para ella.”
Fue una sentencia de muerte y una cadena perpetua que le llegaron en simultánea. Pero más que ira o cualquier otro sentimiento, lo que le poseyó fue una pena tan grande porque de la boca de su madre salieran palabras tan demoledoras, injustas y torpes como esas que de su boca habían salido. Sobre todo torpes…y el tiempo le demostraría que sí lo eran.
Los días transcurrían soportando el agobio que suponía hacer algo que no quería hacer, sintiéndose rara, como si su cuerpo no le perteneciera, porque su mente divagaba en cosas bien distintas a ollas, platos y ropa por lavar, mandados en las vecindades y señoras zalameras por atender en medio de griticos molestos de su madre porque no hacía las cosas como a ella le gustaba o le indicaba.
Y en medio de instrucciones-órdenes, de cómo debía marchar la casa, la cocina, la ropa de su madre, la de sus hermanos, la mantelería , las ropa de camas, fueron transcurriendo los días, los meses y los años tan desapacibles como llenos de labores domésticas, desconocimiento de sus necesidades, sus deseos y muy especialmente su derecho a la educación. Su cuerpo languidecía, su mente moría, aunque quedaba en ella un mínimo de esperanza de que un día, un día glorioso su situación cambiaria.
Eran casi las seis d la tarde. Su madre rezongaba órdenes de cómo debía servirse una comida a la que se le había dedicado la última semana. Oía como quién oye llover. Ni el agasajado ni los invitados le suscitaban el más mínimo interés.
No era la primera vez que tenían como invitadas a algunas de las novias de sus hermanos, las que la trataban como correspondía a su posición en la casa: Como empleada de servicio, trato que nunca, ni sutilmente corrigieron. No pocas quedaron convencidas que no había mujeres en la familia de sus novios y futuros esposos.
Esta no sería una ocasión diferente, por eso el rezongar de su madre pasó a un tercer plano, porque el primero, que hacia la casa venía, tenía atrapada toda su atención, caminaba despacio, como derrengada, su figura un poco pasada de peso, con una pañoleta cubría su cabeza, su mano derecha pegada al oído izquierdo.
Era una posición curiosa, inusual, al principio le pareció que se rascaba la oreja o se apretaba un arete, pero el tiempo fue pasando y la posición continuaba igual, daba la impresión que sostenía un teléfono celular.
Sin saludar, sin dar la más mínima muestra de respeto fue ingresando al patio de la casa por donde circulaban las patas de algunas gallinas y uno que otro patico. Se sentó más por gravedad que por cansancio en el borde del corredor. Se miraron. La mujer continuaba son su mano pegada a la oreja. Sudaba copiosamente, su rostro aunque cansado se veía satisfecho, como si alguien le estuviera hablando y además le diera unas muy buenas noticias. De pronto apartó la mano. Observó detenidamente el aparatito, maniobró rápidamente sobre él.
-Buenas tardes muchacha.
-¿Qué es eso?
-¿Esto? Esto es una maravilla niña… hay mucho ajetreo por aquí… ¿Necesitan ayuda? Yo estoy de paso, eso no quiere decir que no me pueda quedar unos días mientras salen de las “visitas” y todo lo que traen.
-¿Por qué es una maravilla?
-¿Necesita ayuda, cierto? Es una maravilla porque con este aparatico, usted puede salir de ahí.
Y señaló la cocina, como si conociera la casa, como si supiera qué pasaba allí, como si estuviera enterada de la posición que ella ocupaba en ese lugar lleno de hombres, trabajo, visitas que debían ser atendidas casi exclusivamente por una muchacha que no llegaba a los quince años, que había olvidado si sabía leer o escribir.
-¡Cómo! ¿Cómo sabe que…?
-Ay criatura…, cómo se ve que es muy joven… por aquí, por no decir que por casi todo el mundo, el de acá y el de más lejos, las mujeres, la gran mayoría, viven sus valiosas vidas metidas en lugares como ése.
Y volvió a levantar el brazo y el dedo más rígido que nunca antes había visto acusando una cocina. Y continuó diciéndole:
–Y que de ahí salen para otra mediante un matrimonio o un emparejamiento, la mayoría de las veces arreglado, del que pocas veces salen bien libradas.
Habían pasado unos minutos, la madre no se había percatado que la niña no estaba corriendo de un lado a otro mirando cómo atender a la visita, a su desconsiderada y generosa cantidad de hermanos que la Providencia le regaló para su deleite, el de su madre.
¡Niña! ¡Que todo se acumula! ¡Que hay mucho por hacer! ¡Y la señora qué necesita! ¡Estamos muy ocupadas!
-No me lo parece- Respondió de inmediato.
-¿Cómo dice?
-Que la que veo ocupada es a la niña, por eso y porque están muy ocupadas es que le ofrezco mis servicios, digo, para ayudarle a la niña.
Se le quedó mirando como azorada, como si le hubieran dado un palazo en plena cara.
-Si quiere empiezo ya, comida y una cama, no pido más… Ah, si me deja por más tiempo, entonces…, unas pilas. Pilas, nada más.
-¡Qué!
Que sí señora, se instaló. Primero en la cocina. Casi a las once de la noche, después del último café para la visita, en una habitación. La urgencia que tenía la madre de más ayuda no le hizo detenerse en un detalle que a la niña sí le tenía muy intrigada. Antes de darse las buenas noches, junto a la puerta de la derrengada habitación le preguntó:
-¿Y para qué es una pila?
Años después, sigue considerando que esa fue la pregunta más importante que hizo en su vida y que esa mujer, dispuesta trabajadora y certera en sus comentarios, nunca servil, siempre servicial fue la persona más importante y definitiva que pasó por su vida.
Esa noche durmió muy poco. La novedad de esa mujer singular llegando a su casa, el pago insólito que requirió de su madre y la insistente mirada hacia la tabla colgada con cuerdas desde el techo, donde su madre colocaba los quesos, las torticas y las galletas con las que atendía a sus frecuentes visitas, le intrigaban en exceso.
Ardía en deseos de preguntarle muchas cosas, pero estaban tan atareadas que prefirió dejarlo para un momento más desahogado.
Los ronquidos que se escuchaban a través de la pared le parecían extraños y tan prolongados, se le antojaban a una locomotora eterna que pasaba cerca de la finca donde había crecido y se le venía encima sin darle tiempo a gritar.
Tal vez sí durmió pero el cansancio que tenía al despertar le indicaban que en verdad había sido muy poco. Pero le entusiasmaba la idea de saber qué era una pila y para qué servía. Con ello en mente salió de la cama asustada porque ya casi amanecía y con la casa repleta de visitantes, el trabajo era mucho.
En cuanto la ve le dice entregándole un jarro con café: De casa en que amanece tarde Dios nos guarde
-Es que… Intenta responder pero la mujer levanta la cabeza hacia la excusa. Desiste de lo que intentaba decirle.
Ya en el ajetreo de la cocina, vapores, ingredientes y las infaltables órdenes de su madre que aparecía de vez en cuando, intentó iniciar sus pesquisas.
-¿Si estaba en un lugar donde le pagaban y el trabajo era menos porqué está aquí?
-Por la señal niña, la señal- Le respondió señalando al cielo.
-¿El cielo le da señales? Ah… ¿Y porque mira tanto la excusa?
-Por lo mismo chiquita, por lo mismo…, apúrese que ya casi es la hora…, espere, yo termino con eso y usted me consigue un pedazo de cabuya o un alambrito, mejor un alambrito, corra…y que su mamá no la vea.
Corrió tras la casa y del trastero trajo las dos cosas, las puso frente a ella, entre tomates y cebollas listas para picar. Los ojos casi le saltaban por la curiosidad. Después del complejo y copioso desayuno, después de una avalancha de platos, bandejas y cubiertos por lavar, mesas y mesones por limpiar; la señora le dijo solemnemente: Acérqueme esa banqueta.
Fue decir y la niña hacer. Del bolsillo de su delantal extrajo un paquetico envuelto en un papel encerado de color amarillento. Lo abrió ante los ojos de la niña que lo miraba como si fuera una cosa extraordinaria. Del otro bolsillo extrajo una bolsita de cuero anudada con un cordoncito rojo. Lo desató despacio, con cariño, con cuidado. Rodaron despacio sobre la mesa.
-¿Qué es eso? ¿Qué son estas dos cositas?
-Ya le digo mijita. Esto es un transistor…y estas dos cositas… son las pilas.
-¿Un transis…? ¡Ahhh! ¿Y para qué son las dos cositas? Pero son muy pequeñas. ¿Usted va a trabajar aquí por estas dos cositas? ¿Nada más? Entonces son muy importantes.
-Sí, vale la pena trabajar por estas dos cositas, porque ellas son nuestro futuro.
La muchachita suelta una carcajada sincera. La mujer maniobra en el aparatico, ensambla las pilas y enciende el transistor que de inmediato produce un sonido claro, fuerte.
– ¿Qué es eso? La niña grita asustada.
-“La señal” Tu futuro y mi presente, por ahora.
-Usted está loca. ¿Cómo va a ser esta cosa el futuro de las dos?
La mujer no responde. Toma el alambre, sujeta el transistor con él, se sube a la banqueta apoyándose en la muchacha, lo amarra de la tabla. Sintoniza el aparato.
-Ya es la hora. Ayúdeme a bajar.
-¿La hora de qué?
-Chiquita…, ha comenzado su futuro… y el mío. Oiga no más.
Estudiamos en la Escuela Radiofónica. Hoy desarrollaremos el curso: Letras f y ll. Ahora todos leamos en la página 23 de la cartilla.
Estamos estudiando en la Escuela Radiofónica. La escuela Radiofónica está formada por una o varias personas que estudian y se capacitan ayudados por la radio, libros, periódicos, cartillas y otros medios de comunicación social. Ahora vamos a escuchar la lectura del renglón número tres. Señalémoslo.
Estamos formando un futuro mejor. Leamos todos: Estamos formando un futuro mejor.
Con buena letra, escribiendo completas las palabras copiemos los renglones indicados con los números 2 y 3.
Voz de hombre: Auxiliar, dirija este ejercicio.
A esas alturas, la muchachita se metía ambos puños en la boca, miraba a la mujer con intensidad, con asombro.
-¿Se puede estudiar con ese tran…?
No esperó que le respondiera. Se abalanzó sobre la mujer, la abrazó y lloró de una manera completamente diferente a como lo había hecho durante todos esos años, confinada en esa cocina, entre vegetales, ollas y olores.
-¿Por eso miraba la tabla?
– Claro muchacha, buscaba un lugar donde colgar a “futuro” y por la “cobertura” mientras nosotros hacemos otras cosas podemos escuchar.
-Pero hay que escribir, se necesitan cartillas…, libros, lo que ahí dijeron.
-Tranquila chiquita, yo me encargo.
– ¿Qué es la cobertura?
-Ponga cuidado, por ahora, ponga mucho cuidado.
Pasaron junto a esa mujer y a “futuro” unos meses esforzados, llenos de actividad, aprendizaje y sobre todo muy gloriosos. Se sucedían los temas, todos interesantes como el Curso Básico de Número o de Alfabeto, el que primero conoció, Apicultura, Educación Sexual y Salud, aunque en esos días había que tener extremo cuidado porque a la señora no se le podía escandalizar más, su precaria salud no soportaría a parte de un tal “futuro”, por el que tenía que comprar unas pilas; que además se mencionara en dicho “perendengue” como ella lo llamaba, asunticos como esos innombrables y pecaminosos.
Al final de la semana, la dicha entre las dichas: Las radionovelas: La Manuela y “No serás un extraño”, cuyos personajes eran campesinos y en ellas se mostraban los más elevados valores del ser humano.
“Usté sabe Ernesto que yo luamo”
Se carcajeaban repitiendo ese ruego de Manuela a su enamorado. Esos momentos eran acompañados por unos “algos suculentos” con un chocolate, en el que relucían pompitas de colores, al que acompañaban con queso y arepa. Y después algún dulcecito.
-¡Que bonitos colores! Son como, como…
-Iridiscentes, esa es la mejor definición…, pompas iridiscentes.
No paraba de enseñarle, en cualquier momento, en cualquier lugar, aprovechando cualquier ocasión, porque para aprender sólo se requiere voluntad. Bueno y otras cositas. Fueron días felices. Muy felices.
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Los muchachos crecieron más, terminaron sus estudios, se casaron y se fueron. Recordaba con alguna frecuencia las palabras de la mujer, su auxiliar y madre sustituta.
“Cuando un hombre estudia la beneficiaria es la esposa y la familia de ella.”
No le comprendía. Pero el transcurso de los años le fue dando una dolorosa razón. Esas nueras, tan habituales cuando ennoviadas estaban, con el paso de los años se fueron desdibujando. Las que lograron matrimonio, se alejaron despacio, sutilmente al principio, después, ya sin pudor alguno argumentaban por sus largas ausencias, cosas que en tiempos de noviazgo nunca objetaron.
La madre entretanto languidecía sola entre las abejas de su hija, huevos, pollos y de la dolorosa ausencia de sus hijos varones. Su resentimiento crecía cuando sus hijos intentaban explicarle que se veían obligados a tomar distancia porque sus entornos, esos exclusivos que les permitió su educación, ahora habían abierto una gran brecha entre ella y su inveterada falta de educación, amén de esa hija que no fue capaz de conseguir marido que garantizara protección y “cobertura”
Otra cobertura, pero no esa que necesitaba “futuro”, que al parecer era lo único que le interesaba a su hija, esa extraña hija a la que le gustaba el estudio.
-¡Deja ya ese perendengue! Gritaba desesperada.
Ese fue el telón de fondo de su educación. Ya disponía del suyo, por eso ambas mujeres avanzaban a distintos ritmos. No le cabía en la cabeza, que esa mujer pasada de peso, con su cabello envuelto en una pañoleta, sus manos descuidadas y unos trajes simples más bien simplones se escondiera tanto conocimiento, pero especialmente una claridad de objetivos, una certeza al hablar que el mismísimo Presidente de la República o el mismísimo sacerdote José Joaquín Salcedo (3) hubieran deseado para ellos.
No pocas veces, la señora dejó de comprar las pilas como una forma de obstaculizar su educación, pero se las ingeniaron. Esa dolorosa carencia fue el inicio de una empresita: criar pollos, vender huevos, entre otras cositas del campo. Faltaba primero la sal que el alimento para “futuro”, ese “perendengue” que les quitaba tanto tiempo”
-Criatura, no estudiar es muy costoso, muy costoso. No estudiar es casi garantizar pobreza a futuro-
Le insistía como una forma de crearle conciencia, que visto lo visto no lo necesitaba.
-No va a ser así, mientras haya un “futuro” en el campo y una auxiliar tan dispuesta y entregada como usted. Por eso hay que alimentar a “futuro” Le replicaba ella.
Cuando iban al pueblo lo primero que compraban eran pilas, lápices y cuadernos. Y así se convirtió en una mujer cada vez más parecida a su mentora o auxiliar como le llamaban desde el transistor, sólo faltaba que dieran su nombre, pero ni el de ella, ni el de ninguna otra, ni otro, porque también los había, se mencionaba.
También cada vez más, se alejaba de la forma de ser de su madre, porque no educarse estaba en total contravía con lo que ella debía ser, ni mucho menos resolverse la vida ni resolvérsela a nadie por vía matrimonial. Ese tan sagrado como el más sagrado, debía tener un uso más digno y no el recurso de quienes no tenían recursos.
Pero un día se fue. No fue inesperada su partida, más bien fue desesperada la espera del día que había señalado como fecha para salir a un lugar donde se le iba a mejorar su condición y donde le habían dicho, tendría mayor cobertura.
Tendría que elegir entre Bogotá, Cali, Medellín, Barranquilla o Magangué. Escogió último. A esas alturas ya sabía suficiente geografía como para entender que había escogido el lugar más, más…, en fin, en contraste con las anteriores. Había algo que nunca dijo y tal vez escoger un lugar tan apartado lo explicaba de alguna forma. Salió un día, tempranito con un “futuro” más grande, de un bonito color verde, que le había equipado para un mejor futuro.
Un año después, recibió una carta donde le contaba que le habían asignado al grupo de Espiritualidad, aunque la encontraron idónea para los otros campos: Números, Alfabeto, Salud, Economía y Trabajo, pero siempre fue tan espiritual y reflexiva que le encargaron a ese Campo y al Nivel Progresivo, que duraba dos años. Por eso tendría que quedarse en ese pueblo el tiempo que se requería para el desarrollo del período lectivo, cosa que hizo encantada, aunque con un calor infernal que se sumaba a las muchas molestias que le ocasionaba su exceso de peso.
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La sentía como su madre, porque cosas de madre fue lo que le dio, por eso se determinó a ir a visitarla. Las abejas y los pollos (aprendizaje que había surgido de ese programa) le habían garantizado un pequeño capital, la casa y su madre estaban debidamente atendidas, sus oídos sordos a los gritos desesperados en contra de “perendengue”, también había desarrollado una especial habilidad para esquivar los posibles y convenientes novios que “se dejaban caer como por causalidad” de vez en cuando.
A pesar de la gritería de su madre y de los muchos obstáculos que puso para que no se fuera (incluido un desmayito sospechoso) partió hacia Magangué. Fue un largo viaje, sentía que iba a salirse del mundo, sin alcanzar ese destino, creía que el municipio siguiente iba a ser ese que buscaba con desesperación, pero no. Finalmente en algún momento se durmió y entonces oyó gritar a alguien: ¡Magangué! ¡¡Magangué!
Bajó del bus, no, no bajó del bus, se arrojó de él sin pensarlo dos veces y en cosa de una hora ya estaba instalada en un hotelito simpático, muy azul por todas partes y tan caliente, como la cosa más caliente que haya sentido en su vida. En los techos giraban unos aparatos grandes, con brazos extraños y rezongones, si es que se le puede atribuir tal cosa a los brazos.
A pesar del intenso calor o precisamente por él, durmió casi hasta las cinco de la tarde. Después de un muy refrescante baño y algunas preguntas a la dueña del hotel se puso en marcha. Anochecía, soplaba un viento delicioso, las calles tan bulliciosas como se lo había contado en las cartas. No era muy lejos, las direcciones eran muy sencillas y las gentes muy amables. No habían transcurrido diez minutos, ya estaba en dirección a la casa donde vivía esa madre sustituta, mentora y auxiliar que le guio a moldear su futuro.
Absorta en esos pensamientos llenos de gratitud hacia esa mujer que esperaba ver en cualquier momento, un grupo de policías, surgen de una esquina siguiendo a un hombre de mal aspecto y pasos decididos. Aunque los policías van tras él, no van tras él, van con él muy decididos a llevar a cabo eso que el hombre va contándole a los policías y a los curiosos a todo pulmón.
¡Me abandonó, me abandonó! Pero por fin la encontré…, ella cree que se manda, al calabozo es que la voy a mandar. ¡No me dio hijos para poderse largar, seguro que está con otro la muy zorra! ¡Y es que trabajando! Quién sabe con qué está trabajando.
Ella seguía tras los policías, al hombre y a unos cuántos curiosos que se iban sumando, como si hicieran parte de ese selecto grupo que pretendía juzgar y capturar a una desalmada mujer que abandonó a un pobre hombre. El hombre y su séquito de intrigantes se detiene frente a la tiendecita bien surtida, con sillas afuera tan coloridas como el nombre que con letras de colores ostenta el lugar: Pompas iridiscentes.
Por poco se cae. Un policía, para darle al asunto aspecto de legalidad entra primero a la tienda.
–¡Buenas noches señora! El señor que viene con nosotros tiene una reclamación en su contra.
El hombre no entra a la tienda, se queda como clavado en la puerta observando a la mujer, se mueve el cabello mirándola con aspecto confundido.
–Siga caballero. -Le invita cortésmente el policía.
–Aquí tiene a su mujer. -Le dice con un airecito de satisfacción por el deber cumplido.
Los curiosos se han agolpado en la puerta del negocio. Ella intenta colarse entre ellos. Tras el mostrador una mujer de cabello negro, bien cuidado, de buen aspecto, con un traje amarillo de corte perfecto que deja ver su bien contorneada figura, en sus manos, una pulsera de oro que resalta muy bien.
Este hombre dice que es su marido y que usted le abandonó. ¿Es esta su mujer? Aquí la tiene.
–Bueno, no sé, sí se parece pero es que está…, muy…
-¿No es entonces? Mire caballero que no estamos ni para chanzas ni para perder el tiempo, eso le puede salir caro.
–¿Lo reconoce señora? ¿Es este su esposo?
Antes de que responda, por encima de los curiosos alguien grita:
-¡Mamá! ¿Qué está pasando? ¿Quién es este hombre?
Hacen el camino de vuelta por las calles, van tras él, literalmente, blandiendo sus cachiporras, porque corre en medio del griterío que le ha armado el barrio. Dentro de la tienda -que vendió más de lo acostumbrado después del singular evento-, se abrazan madre e hija, mejor tutora y estudiante.
–¡Me salvaste la vida!
-¡De verdad “ese” es tu marido! ¿Ese era el secretico?
–Sí mi niña y quiero que siga así. Ese fue el que me pusieron por marido, golpearme era su diversión favorita, y el alcohol, por supuesto.
-Si no hubiera sido por las Pompas Iridiscentes no te habría reconocido, llegué en el momento justo, es que has cambiado tanto, tanto, te ves tan…
La sabiduría del hombre ilumina su rostro y la tosquedad de su semblante, se mudará, es eso. Dicho de otra forma, la educación nos transforma, nos hace irreconocibles y hasta nos salva la vida, porque de no haber cambiado, estaría ahora en la cárcel por abandono de hogar, que de paso te menciono, cuando ellos nos abandonan, no pasa nada.
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Fue una semana como pocas, principalmente porque tuvo la oportunidad de participar en el conteo de las cartas que llegaron con motivo de una encuesta que se realizó un mes después de estar funcionando la nueva programación. Se recibieron 92,749 cartas de respuesta a la encuesta, un promedio de 100 por municipio.
Su presencia allí fue importante, no sólo porque ayudó en dicho conteo, también porque se empapó de las necesidades de los campesinos, de sus opiniones respecto de la nueva programación y muy especialmente porque se impregnó de esa enorme gratitud de las personas beneficiarias del programa.
Fue bueno, muy bueno ese tiempo en Magangué, fue definitivo. Regresó al pueblo. Su madre le esperaba con una actitud rara, no enojada, no resentida, pero si un poco indescifrable. Estaba en cama cuando ella llegó, tenía los ojos bien cerrados, se negaba a ver a esa hija que se había ido sin su consentimiento. Los regalos que le traía le fueron rebajando el tono.
-Gracias hija…, por los regalos y…
-¿Y?
-Y por ese “perendengue”, si ese aparatico no hubiera estado en su vida…, que sería de la mía.
Se endereza, de la mesa de noche extrae una caja.
-Vea mija, le encargué una caja de pilas, pilas para el futuro.
-Madre, de sabios es cambiar de parecer. Le sonríe, la abraza fuertemente.
-Perdí la oportunidad de acercarme a “futuro”
Se enjuga las lágrimas.
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Años después, frente al computador una mujer escribe la historia de su madre, una madre que se negó a que la cultura, las costumbres, el machismo, las necesidades o lo establecido trazaran su futuro. Y el de ella.
Por eso estuvo ahí, frente a esa pantalla, por el reclamo insistente de esa barrita que la desafiaba a describir esperando que ese testimonio, aunque no se convirtiera en uno más de esos que en el mes de octubre de 2013, la colección documental de Radio Sutatenza** y Acción Cultural Popular, custodiada por la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República de Colombia, fuera incorporando en el Registro Memoria del Mundo de América Latina y el Caribe en reconocimiento de su significación para la memoria colectiva de la sociedad de América Latina y el Caribe, si por lo menos quedara escrita en su archivo personal como un homenaje a esas miles de personas, hombres y mujeres que caminaron por la geografía colombiana llevando educación al campo. Y por su madre.
*Silvia Stella Velásquez López es escritora de cuentos, relatos, ensayos y novelas. Vive en Chinchiná, Departamento de Caldas, Colombia.
Pueden contactarla por correo a través de silviavelasquez8@gmail.com
**Radio Sutatenza: un modelo colombiano de industria cultural y educativa Hernando Bernal Alarcón.
Aviso: El texto anterior es parte da las aportaciones de la Comunidad para la sección Sororidades de Feminopraxis. La idea es dar libre voz a lxs lectorxs en este espacio. Por lo anterior, el equipo de Feminopraxis no edita los textos recibidos y no se hace responsable del contenido-estilo-forma de los mismos. Si tú también quieres colaborar con tus letras, haz click aquí para obtener más detalles sobre los requisitos.
Hice un comentario anterior pero creo que no me lo guardo. Decía que este cuento me gustó mucho porque me hizo recordar lo que nuestras madres hicieron para educarnos y darnos lo que ahora somos; apostaron a la educación y aquí estamos, haciendo un poco de justicia a lo que ellas hicieron por nosotras. Yo también crecí escuchando y educándome con radio y después hice un poco de radio comunitaria y eso es una forma poderosa de transmitir esperanza! Gracias!
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