Por Esther Valero*
Estoy a punto de acabarla, la lista, la de los objetivos que me marco cuando se acerca mi cumpleaños. Pensaba en ella ayer, mientras planeaba qué tarta me iba a preparar -yo misma, aunque a gusto de los demás-; dónde podría celebrar la merienda -en algún lugar en el que después no me tuviera que dejar la piel en recoger-; y a quién invitar -si solo a la familia o también a los pocos amigos que me quedan-. En la lista de mis cuarenta y un años querría incluir como novedad dejarme cuidar, es decir, permitir que los demás me preparen tartas cuando el cumpleaños es mío, por ejemplo.
También quiero hacer hincapié en dos de los retos clásicos: aumentar mi nivel de tolerancia respecto al orden y la limpieza -ese es difícil de cumplir, porque ya me parece que está demasiado alto-, y estar más pendiente de mis amigas y familia. Cuando digo “estar pendiente” es más que nada imponerme la obligación de mantener los lazos a través de whatsapp, porque la mayoría de las conversaciones acaban en promesas de quedar y manifiestos de las ganas que tenemos de vernos, pero sin concretar fechas para una cita. Entre otros muchos objetivos están hacer ejercicio dos veces por semana, mantener una vida sexual activa, no quejarme tanto, aceptar mi cuerpo en bikini, aprenderme los nombres de los grupos musicales que escucho en radio3, superar mi adicción por el azúcar, no levantar la voz a mis hijos cuando me enfado, mantener a ralla mis impulsos suicidas si mi casa parece un estercolero, y sustituir definitivamente el café con leche por el té.
Cuando la tenga acabada -la lista-, la repasaré en la cama, cuando mi casa duerma, ordenada y pacífica, y la vida en posición horizontal me resulte menos desafiante. Cabe decir que la lista es muy poderosa en sus primeros días de vida. Me ayuda a reencontrarme con una parte lejana de mí, con el ideal en el que me quería convertir; el mito al que veneraba diez años atrás -entonces sin hijos-, cuando creía que tenía suficiente poder como para cambiar el mundo yo solita, y cuando merecía la pena ser rebelde con la madre invisible que había dentro de mí. La madre que yo misma tuve y que todavía me susurra al oído que debo ser conformista con mi vida, más ordenada, llevar un mini kit de costura en el bolso, y toallitas húmedas por si me ensucio la blusa.
Siempre he luchado contra ella, contra la madre que porteo en mi interior; la que intuye antes que nadie el peligro; la que me aconseja en las decisiones importantes; pero también la que me contiene y me inculca prudencia, esa palabra que tanto odio. Porque si algo soy, es prudente; inconformista pero prudente. Probablemente, la peor de las combinaciones. Esa otra mujer reside silenciosa y hacendosamente en mis entrañas; pone orden de mi cerebro; le hace la cama a mis neuronas; y le quita el polvo a mis recuerdos. La quiero, la añoro, la valoro, pero también la desprecio muchas veces. No quiero tener sus quilos de más, ni sentirme culpable si salgo de casa dejando la cama sin hacer. No quiero dejarme las canas, ni desayunar cafés con leche con magdalenas. De modo que cada año, con alguna nueva arruguita que se ha abierto paso entre mis ojos cansados, me pongo a hacer la lista, con esmero, sabiendo solo lo que no quiero. Es fácil, está muy arraigado dentro de mí. El camino para evitar que me transforme en ella es la lista en sí: las clases de yoga; invertir en alguna crema antiarrugas cara; educar a mis hijos conservando una templanza admirable; cenar con amigas al menos una vez por semana; y decirle a mi pareja que le quiero, al menos una vez al día.
Seguramente la cuelgue en la nevera de la cocina, a la lista. Porque sí, porque vale la pena concederle el poder de los primeros días, en los que una ve claro que el objetivo está ahí, que es fácil de alcanzar, que solo es cuestión de echarle ganas, de creer. Porque creer es crear -y blablabla-, y solo depende de mí misma. Pero después esa magia empoderadora empieza a languidecer, y un día dejo de ir al gimnasio porque hace demasiado calor o porque tengo la regla, y como azúcar porque un compañero de trabajo ha traído bollería para desayunar, y la madre que vive dentro de mí me susurra al oído que no está bien despreciar las invitaciones. Y la lista que tanto había brillado soportada débilmente por un imán en la nevera, acaba enterrada bajo algún dibujo, una factura por pagar, o la agenda del campamento de los niños. Y sentiré que mi vida es eso, una lista de objetivos -no deseos- incumplidos, que la rutina y las obligaciones acaban aplastando, cumpleaños tras cumpleaños.
Así que estoy pensando en no acabarla, la lista, y en que mi único objetivo de este año sea, por primera vez, no tener objetivos. Dejaré que la nevera se empapele de dibujos, y que me entierren el desorden y el caos. Me liaré a gritos, que luego se transformarán en carcajadas. Y me abriré paso a patadas en el comedor ante la cantidad de juguetes sin recoger. Es un reto difícil, lo sé, quizás el más difícil de todos, por eso hacemos listas, aunque no las podamos cumplir. Y entonces invitaré a la madre que habita dentro de mí, tan correcta y dulce, a tomar un gin tonic, y borrachas nos reiremos juntas y bailaremos el twist haciendo vibrar nuestra celulitis, con los pies sucios sobre el sofá.
*Soy Esther, la Valero, y sin darme cuenta he cumplido 41 años. Alguna vez fui socióloga. Ya no. Ahora soy aspirante a casi todo, por eso me llaman “diversa”. Escribo más de lo que leo, aunque debería ser al revés. Vivo en Barcelona y fuera del trabajo me dedico a ser madre y a mi blog feminista.
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